Homilía del padre Carlos Padilla - 15 de enero de 2023

Sábado 14 de enero de 2023 | Carlos Padilla

II Domingo Tiempo ordinario

Isaías 49, 3. 5-6; 1 Corintios 1, 1-3; Juan 1, 29-42

«Este es aquel de quien yo dije: - Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo»

15 enero 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Busco a alguien que tenga respuestas grandes. Busco a alguien que tenga un corazón inmenso donde quepa yo. Que me ame y respete, de forma incondicional, y siempre»

Me arrepiento normalmente de lo que no hice. Sufro más por lo que no intenté que por aquello en lo que fracasé. Me deja tranquilo haberlo intentado todo aunque no haya salido bien. Soy más feliz cuando me descentro y pienso en otros. Me amargo sufriendo por cosas que tal vez nunca lleguen a ocurrir. Dice Michel de Montaigne: «Mi vida ha estado llena de terribles desgracias, la mayoría de las cuales nunca sucedieron». Siento dentro el miedo al mal posible. El pánico ante un fracaso casi real en mi imaginación. ¡Qué manera de desgastarme en vano! Sufriendo por lo que no tiene solución. O por lo que no necesita ser solucionado porque al final puede que no suceda. Pero es cierto que dejo de hacer cosas por miedo al fracaso. No toco tu puerta. No llamo a tu alma. No doy ese paso que puede llevarme al fracaso o… al éxito. No comienzo, no acabo. No digo, no acudo. Y el tiempo se me escapa y las oportunidades. Meses en blanco ante mí y yo perdiendo el tiempo. Cuando el tiempo es el mayor tesoro que poseo. No quiero que la vida se me vaya. No deseo que los días se me escapen. Tengo unas ansias terribles de llegar a la meta. Como un náufrago que divisa a lo lejos la isla esperada, tierra después de tanto mar. He rastreado los caminos buscando respuestas. He dejado a un lado los temores que me enferman. He creído que dentro de mí hay más respuestas que preguntas. Porque no se trata en la vida de tener siempre la respuesta correcta. Simplemente se trata de hacer las preguntas adecuadas. Y no tomarme demasiado en serio. Sufriré menos, viviré más. Estoy dispuesto a dormir cada día a rienda suelta. A soñar cada noche cosas bonitas. Quiero vivir cada segundo con intensidad, como si fuera mi último momento. Inicio un año y no quiero llenarme de propósitos imposibles. ¿Qué quiero mejorar? No quiero propósitos que tenga que abandonar a la vuelta de la esquina por irrealizables. No quiero que me pase factura la vida. Quiero hacer lo que puedo, con eso basta. Aunque la misión sea inmensa, los campos muy vastos y los obreros pocos para la heredad. No importa. Al final no me pedirán cuentas a ver si llegué al máximo exigido. Me pedirán sólo que sea honesto, verdadero, fiel, auténtico, noble, respetuoso. No haré nada que vaya contra lo que pienso o creo. No dejaré a un lado mis principios para abrazar una vida más cómoda. El tiempo de hoy ha dejado a un lado valores fundamentales. Tratando de cuidar la propia vida parece que importa menos la vida de los otros. El hombre ha perdido de vista a Dios y vive buscando ser él como Dios. Yo mismo me erijo a veces en hacedor de mi camino. Como si mi vida tuviera que estar hecha a mi medida. Tanta vanidad me llena de ansiedad. No consigo revestirme de esperanza al comenzar estos días. Quiero mirar con optimismo. Porque, como decía el Papa Francisco, «la queja y el pesimismo no son cristianos. No estamos hechos para ir mirando el suelo, sino para elevar los ojos al Cielo». Soy optimista por naturaleza. Todo puede ir siempre mejor. Lo malo ya lo conozco. He vivido la pérdida y el fracaso. ¿Qué más puedo temer? Que todo vaya peor, pero eso no me puede quitar la paz. Redoblo mi entusiasmo. Lo que quedará cuando me vaya será la estela de mis luchas. El reguero de mis fatigas. Todo en el nombre de Dios. No me fatigo en vano. Todo es por Él y de Él dependen tantas cosas que a veces me inquietan. Tengo la esperanza puesta en Aquel que me ama con locura. La paz me invade al comenzar estos días. Cuando me duele el alma al presentir dificultades. No importa si no todo sale bien, si no resultan todos mis planes, todo lo que deseo. Sé que la solución no la tiene el que está conmigo. No sé si lo haré bien, si daré con la tecla adecuada. Los años pasan y no siempre va a ser posible hacerlo todo como tiene que ser. Recorro los pequeños recovecos de mi alma buscando a Dios. Está escondido en mi interior dispuesto a darme luz, paz y esperanza. Sé que mañana todo va a ser mejor. Todo va a estar bien. El futuro que me aguarda es el mejor que puedo soñar. Pongo de mi parte. Ofrezco la vida y el tiempo. Dejo que Dios eduque mi corazón en el amor. Agradezco por lo que tengo. No estoy solo. Dios me cuida y los míos. Los que amo, los que me aman. Nada es tan malo como temo, ni tan perfecto como quisiera. Ser perfeccionista me deja roto. La confianza me salva. 

Morir sin más, sin dejar huella. Morir aún sin haber vivido lo suficiente. Morir sin haber acabado todo lo que me había propuesto en la vida. Morir sin dejar un legado, una frase que otros recuerden, alguna obra que me inmortalice, algún amor que nunca muera. Morir sin morir del todo. Morir para seguir viviendo, en el recuerdo de muchos, en el alma de los que amo. Morir sin haber dado toda la batalla. Morir por despecho, por cansancio, porque lo deseo. Morir sin haber amado, sin haberme apegado a la vida. Morir sin haber sufrido, sin haber gozado. Morir habiendo vivido sólo una vida y no todas aquellas que había soñado. Morir sin hacer ruido, sin causar molestias. Morir sin que haya un sentido, una razón que justifique el final de mi existencia. Morir sin que se hayan cumplido los plazos mínimos, sin haber vivido lo suficiente, sin haber podido hacer todo lo que otros han hecho. Una joven ha fallecido de cáncer a los 20 años al comenzar este año. Días antes comentaba al hablar de su enfermedad: «Quiero que sepáis que yo ya gané, hace mucho. Seguimos siempre. Mis ganas ganan». Su testimonio de perseverancia durante cuatro años de enfermedad me conmueve. Sus ganas de vivir, de confiar. Luchó hasta el final, hasta que se agotaron las fuerzas. Y yo me canso en seguida de la vida. O la vivo sin ilusión, sin fuerza, sin pasión. Y en el cansancio pido una pausa, un descanso, que me cuiden, que me quieran, que me hagan causo. Me quejo de cosas poco importantes, vivo de forma insustancial. Sin valorar todo lo que tengo, la salud, un día más para vivir. Busco que me dejen tranquilo para descansar y recuperarme después del esfuerzo. Como si la vida fuera demasiado exigente. Merece la pena vivir la vida que vivo. Vale la pena morir por una causa más grande que yo mismo, una causa que justifique todas mis luchas. Como la vida de los mártires entregada en un afán por ser fieles hasta el último aliento aun siendo jóvenes, por defender sus creencias, sus ideales. También me conmueve la vida de los que viven mucho y mueren sin hacer ruido. Hace unos días murió el papa emérito Benedicto XVI a los 95 años. Y sus últimas palabras hablaron del sentido de su vida: «Jesús, te amo». El final de su vida lo vivió como la espera de un encuentro. Así quiero que sea mi vida, esperar con anhelo un encuentro con el Dios que me ama, al que amo. No quiero dejar esta vida que amo, pero no le temo a ese encuentro de misericordia. No quisiera irme sin recorrer los días que tengo por delante con alegría, con pasión, como si fueran los últimos, sin miedo a equivocarme, a fallar. Me gusta la vida que vivo pero no temo morir antes de tiempo. Siempre querré vivir un día más y no quiero pensar nunca que ya he llegado a la meta antes de tiempo. Quiero vivir cada día como si fuera el último. Quiero amar hasta el extremo y siempre. Quiero darme sin medir lo que doy. Quiero amar sin retener, sin atar, sin esclavizar a nadie. Quiero amar liberando. Quiero llevar las personas hacia otras personas y, por último, hacia Dios. El P. Kentenich decía: «No atemos las personas a nosotros. Porque nosotros morimos, pasamos de este mundo, y otros ocuparán nuestro lugar». No quiero vivir creando dependencias. No deseo que mi vida esté atada. Quiero vivir en libertad, quiero vivir liberando de cadenas a los que viven esclavizados. Quiero vivir el presente mirando al futuro sin temer que sea corto, que se acabe antes de tiempo. Y lucharé pase lo que pase. Nunca dejaré de intentar vivir un día más. No dejaré de alegrar a los que van conmigo. Porque mi vida vale la pena por el amor que entrego. Una vida triste no es vida. Y vivir sin ilusión es como morir lentamente. Quiero renovar al comenzar el año todos mis deseos de vivir mucho, de vivir con un sentido, de vivir para algo más grande que yo. No quiero vivir respondiendo a las recetas que otros han propuesto para mi vida. No quiero que lo que los demás quieren que haga marquen mi camino. Vivo hoy como un don que se me da, un presente inmenso. Lo abro sin pensar muy bien dónde debería estar según el pensamiento de los que me rodean. Vivo con paz como los niños que saben que la vida es lo que es, un pequeño regalo en manos frágiles. Quiero vivir abriendo el horizonte para que muchos vean lo que hay por delante. Quiero vivir dando confianza. Quiero vivir con fe en ese Dios que guía mis pasos y marca mi camino. Quiero vivir dejándome llevar por mi corazón. Quiero trascender, hacer más de lo soñado. No tengo miedo a no llegar tan alto. No le tengo miedo a la vida como es. No me asusta que mis proyectos fracasen y no lleguen a buen término. Sé que estoy en manos de Dios. Quiero vivir aprendiendo a morir a mí mismo, a mis caprichos, a mis deseos. Quiero vivir sabiendo que estoy de paso y que un día viviré plenamente en el cielo con aquellos que amo y me aman. En eso confío. 

En el Jordán había un profeta, Juan. Había un grupo de discípulos que lo seguían y escuchaban sus palabras. Había mucha gente que buscaba el perdón de sus pecados, esperando un cambio en sus vidas. Y en medio de aquel bullicio, voces, gritos, hombres y mujeres corriendo de un lado a otro. En medio de aquellos ruidos, de aquella vida, apareció Jesús para ser bautizado y Juan lo vio: «En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: - Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: - Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel». Juan lo vio y lo reconoció. Lo profetizó antes de que sucediera, y cuando ocurrió tembló. Porque ya su vida iba a cambiar de golpe. Porque las cosas serían diferentes a partir de ese momento. Había creído en Dios al que encontró en el desierto. Sabía que tenía que preparar el camino al Mesías. ¿No era muy presuntuoso sentir una misión tan grande sobre sus hombros? Tal vez sí, demasiado grande. Él era pequeño. Sólo un profeta apasionado por la verdad, por la humildad, por el amor. Un profeta que deseaba que el mundo fuera mejor de lo que era en ese momento. Por eso gritaba y por eso bautizaba. Como si con ese gesto tan humano, tan divino, algo pudiera cambiar en el corazón de los hombres. Y seguro que cambiaba. Yo también quiero cambiar. No quiero pecar, caer, dejarme tentar. Quiero que mi vida sea mejor de lo que es. Quiero tener una vida más plena, más llena de Dios. Me siento tan pequeño en medio de este mundo. Por eso me atrae este profeta vestido con piel de camello que pide que algo cambie, que dé un vuelco a mi vida, que vuelva a empezar. Sé que es posible si dejo que Dios actúe en mi corazón. Las palabras de Juan resuenan con fuerza hoy: «He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: - Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo. Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios». El Espíritu Santo se posa sobre Jesús y todo cambia en ese instante. La vida cambia. Me conmueve esa luz que muestra el sentido de todo. Jesús ha llegado para quedarse, para no irse de nuevo, para acompañar mi vida para siempre. Eso es lo que celebro en Navidad, es el Dios con nosotros. Es lo que celebro ese día en el Jordán, cuando se reveló a los que quisieron verlo y creer en Él. Ese hombre que estaba allí frente a Juan era más que un hombre, era Dios, era hijo de Dios y venía a salvarnos. Esa mirada de Juan cambia la forma de entender las cosas. Juan cree en lo que parecía difícil de creer. Llevaba toda su vida esperando ese momento. Una paloma descendió sobre Jesús. Señaló el lugar de la Salvación. Era Él, ya no tenía que seguir esperando. Ya estaba ahí y había que seguirlo. Escuchó esa voz que pocos oyeron: «Este es mi hijo amado, mi predilecto, escuchadlo». Es el hijo amado de Dios. Es la señal y el Espíritu Santo que le muestra a Jesús lo que tiene que hacer. A partir de ese momento ya nada volvería a ser como antes. Jesús sale de las sombras. Se revela a los que tienen un corazón de niño y ven detrás de la carne de los hombres. Jesús se revela a los pocos que entienden, que comprenden. Me gusta esa mirada de Juan que penetra el corazón de su primo. Entre una multitud logra ver a Jesús y descubrir a Dios y con ello el sentido de su vida. Siempre me conmueve esta escena. Cuando he ido a sumergirme en las aguas del Jordán he pensado en todo esto. En Juan, un profeta, un hombre radical, de una sola idea, apasionado y veraz. Era un hombre con una misión muy clara. Y he pensado en Jesús, ese hombre que va en busca de su camino y sigue a su primo en el Jordán. No necesitaba la conversión. Pero sí era necesario que la paloma, la fuerza del Espíritu descendiera sobre Él ese día. Era necesario que lo vieran otros, los discípulos de Juan y comenzaran a seguirlo. Me gusta sumergirme en las aguas del Jordán. Me gusta dejar que el agua caiga sobre mi cabeza mientras siento que algo en mi interior se purifica, queda limpio. Me gusta creer que puedo comenzar de cero si dejo atrás todas esas cosas que me hacen daño y envenenan. Guardo dolores y rencores. Guardo experiencias no trabajadas. Guardo detrás de mí una vida aún incompleta. Me gustaría que todo fuera perfecto. Quiero dejarme bañar en esas aguas turbias que alejan de mí el mal, la tentación, el dolor, las ansias. Busco entre todos los hombres a Juan. Quiero que se manifieste el amor de Dios en mi vida. Necesito que surja de las aguas una fuente nueva que todo lo limpie y purifique. Quiero que la vida sea mejor de lo que es. Mi vida, mis sueños, mis tristezas. Quiero que desaparezca todo lo que no me deja vivir en paz. ¿Qué me oprime el alma? Hay mucho que no es de Dios en mi corazón. Lo que no me hace bien porque me enferma. Quiero ir al Jordán, dejar que sus aguas cambien algo en mi interior. Quiero que una voz pronuncie con voz clara: «Eres mi hijo amado, mi predilecto». Quiero que esa voz me convenza de una verdad que se diluye entre los dedos cada vez que me enfrento con mi fragilidad, con mi dolor. En el Jordán la voz me recuerda que he nacido para dar la vida. No tengo miedo. Sigo adelante y confiado. 

En medio de la confusión del Jordán dos hombres presencian la escena. Escuchan a su Maestro y se ponen en camino siguiendo a Jesús: «Los dos discípulos, al oír estas palabras, siguieron a Jesús. Él se volvió hacia ellos, y viendo que lo seguían, les preguntó: - ¿Qué buscáis? Ellos le contestaron: - ¿Dónde vives, Rabí? (Rabí significa ‘maestro’). Él les dijo: - Venide y veréis. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con Él ese día. Eran como las cuatro de la tarde». Hay momentos que marcan la vida de una persona. Es un antes y un después, un parteaguas. Es el comienzo de un nuevo camino. Se pusieron en camino en el momento en el que se abrió una puerta. Una luz se encendió. Descubrieron a quién tenían que seguir. Me fascina ese momento. Un día muy concreto, una hora muy precisa, eran las 4 de la tarde. Las cosas importantes pasan en un momento concreto que recordaré toda mi vida. Tengo que estar atento porque pasan muchas cosas a mi alrededor. Suceden cosas que me cambian para siempre. Basta una palabra para que algo suceda. Aquel sobre el que se pose el Espíritu Santo. Ese hombre que parece uno más es el Mesías. Resuena en mi alma la pregunta de Jesús. ¿Qué busco? Lo peor que me puede pasar en la vida es que ya no busque nada. Que me haya cansado y me parezca inútil cualquier búsqueda. Lo peor que me puede ocurrir es que desconfíe de encontrar respuestas, caminos, vidas diferentes que me abran vías llenas de esperanza. La pregunta resuena en mi alma en el Jordán. ¿Qué estoy buscando? Quiero una vida más plena, un camino lleno de vida. Busco una esperanza que quiero que se prenda en mi oscuridad. Un sentido cuando vivo deambulando sin un rumbo fijo, sin una meta. ¿Hacia dónde vas? Escucho en mi interior. ¿Qué quieres hacer con tu vida, con tu tiempo, con tu amor? Deseo un sentido que llene el vacío. Sentir que todo lo que hago, pienso, digo sirve para algo. Que con mi entrega aumento el conocimiento y el amor en este mundo. Saber que todo lo que hago o dejo de hacer va en una dirección, siguiendo un curso. Descubrir que necesito conocer las cosas que le dan sentido a mi camino. Y que hay personas que me muestran el sentido de todo. Como ese día lo descubrieron Juan y Andrés. Pasaron todo un día con Jesús. Se vincularon de forma cotidiana. Un día a su lado bastó para descubrir el sentido de su propia existencia. Fueron y vieron. Y se quedaron con Él para siempre. Así son las horas que pueden cambiar mi vida. Pero para eso tengo que dar el paso de responder a esa pregunta: ¿Qué buscas? Y empezar a vincularme. Decía el P. Kentenich: «Sin una profunda vinculación personal, mi naturaleza nunca llegará a realizar su sentido ni a alcanzar su plenitud interior en una medida suficiente». Todo comienza cuando me vinculo a las personas, a las cosas: «Las cosas no tienen solamente la tarea de vincularnos a sí, sino también de conducirnos a Dios. Sólo entonces cumplo con el sentido de las cosas». Todo en mi vida me conduce a Dios. Pero tengo que descubrir las señales para dar un paso, para ponerme en camino. Para dejar mi seguridad y lo que ya conozco bien. ¿Qué estoy buscando al comenzar este año? Busco lo que me falta, lo que no tengo, lo que necesito para ser feliz. Busco que mi vida salga bien, mis proyectos, mis anhelos. Busco que la vida sea mejor que hasta ahora y no sienta nunca un vacío en mi alma. Busco que me amen aquellos a los que amo y no se pierdan los que llenan mi vida. Busco un sentido para saber que todo lo que hago vale la pena, está dentro de un plan de amor más grande que yo. Busco que mi alma no se enrede en planes pequeños que no sacian el hambre de infinito que tengo. Busco no perderme en bosques que parecen alegrar lo sentidos, pero sólo eso. Busco a alguien que tenga respuestas grandes, como las que Jesús daba a los suyos. Que justificaran dejarlo todo para seguir sus pasos. Busco a Alguien que no me desengañe y no me deje ver mis propias deficiencias. A alguien que tenga un corazón inmenso donde quepa yo con todas mis inconsistencias. Busco a alguien que me ame y respete en todas mi fragilidades, de forma incondicional, y siempre. Jesús se vuelve y me dice: «Ven y verás». Y yo voy y veo que con Él las cosas valen la pena, y la vida es más grande, mucho más ancha. Me turban los fracasos que sufro cada vez que sale a la luz mi fragilidad. Me asusta no ser capaz de llegar a la meta. Me turba que los demás conozcan mis heridas mejor que yo mismo. Y vean mi fragilidad cuando yo sólo aprecio lo que creo son fortalezas en mi corazón. Siento que todo tiene un sentido en medio de los dolores. Y que haga lo que haga sólo podré añadir algo muy escaso a este mundo. Algo de amor, de esperanza. Me dedicaré a sembrar semillas sólo porque creo que en algún lugar, en alguna persona, pueden morir y dar vida. Con que haya uno a quien ayude una palabra, un gesto o un silencio. Una obra minúscula o una entrega aparentemente grande. Eso basta.  

Cuando algo me cambia la vida necesito contarlo. Cuando conozco a una persona especial en mi vida quiero que otros también la conozcan. Cuando descubro respuestas a preguntas de siempre quiero que los demás también las sepan. Es lo que hace Andrés ese día del Bautismo cuando pasó un día completo con Jesús. Ese día cambió su vida de golpe, quizás sin esperarlo. Y corrió a su amado hermano Pedro a contárselo todo: «Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron lo que Juan el Bautista decía y siguieron a Jesús. El primero a quien encontró Andrés, fue a su hermano Simón, y le dijo: - Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir ‘el Ungido’). Lo llevó a donde estaba Jesús y éste, fijando en él la mirada, le dijo: - Tú eres Simón, hijo de Juan. Tú te llamarás Kefás (que significa Pedro, es decir, ‘roca’)». Andrés se lo cuenta todo. Imagino que le hablaría de mil detalles. Quizás hizo referencia a algunas cosas que Jesús dijo o hizo aquel día. Tal vez Andrés se quedó prendado de algún gesto. Algo hubo que se rompió esa noche en su corazón. Algo que no sabría describir pero que había supuesto un antes y un después. Y cuando las palabras no eran suficientes, en ese momento de incapacidad para contárselo todo, decidió llevarlo ante Jesús para que él mismo lo conociera. O mejor aún para que Jesús conociera a su hermano Simón, que a partir de ese momento se llamaría Pedro. Su vida cambiaría al cambiarle el nombre. Andrés nunca sufrió un cambio en su nombre pero seguro en su forma de entender y mirar la vida desde ese día. ¿Puede cambiar la vida tanto en un día, en unas horas, en un encuentro? Sí, es posible. Si miro mi pasado descubro que mi vida cambió con decisiones aparentemente intrascendentes. Decidí estar en un sitio, hacer un viaje, visitar a una persona. Y esa decisión aparentemente intrascendente cambió mi vida. Porque todo lo que pasó después vino provocado por una decisión que me expuso. Salí de mí mismo, como Andrés y Juan que siguieron al Maestro. O como Pedro que se fio de su hermano. Porque podría no haberle hecho caso. Podía haber desoído su invitación. A menudo me ofrecen planes, cambios, opciones. Y yo las rechazo por miedo a dejar mi comodidad, o por miedo a equivocarme en ese paso que me invitan a dar. Tengo que arriesgar algo y siempre pienso que las cosas pueden salir mal. O no merece la pena lo que me proponen. Y temo hacer lo que me dicen. Hay que ser un buscador para encontrar algo. Un luchador para conseguir una meta. Nadie ha alcanzado la cima de una montaña sin esfuerzo. Hay cosas imposibles si no hago nada por conseguirlas. Tengo que ser alguien que busca, o espera encontrar como hoy escucho: «Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito. Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios. Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste el oído; no pides holocaustos ni sacrificios expiatorios, entonces yo digo: - Aquí estoy, para hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas. No he cerrado los labios, Señor, tú lo sabes». Necesito tener el corazón abierto para escuchar a Dios, para descubrirlo en mi vida. Necesito estar en camino para llegar a algún sitio. Necesito salir de mi comodidad para que, estando abierto en medio de la vida, pueda descubrir el sentido de lo que me proponen. Abro mi alma y mis labios para decirle a Dios: «Aquí estoy, para hacer tu voluntad». Me cuesta, me rebelo, no quiero hacer lo que me pide Dios. Estoy bien donde estoy en mi comodidad. Necesito romper mis tibiezas y mis parálisis. Dejarme ayudar por otros, reconocer en la voz de mi hermano, de mi amigo, la voz de Dios. Quiero ser más dócil a las insinuaciones de Dios en mi vida. Él me conoce por mi nombre y me llama. Lo hace de manera sutil, para no forzarme. A veces las circunstancias difíciles son gritos que me duelen. Otras veces es todo más callado, más sutil, más suave. Y me cuesta ver lo que Dios quiere. Necesito un hermano como Andrés que se acerque a mí para sacarme de mi cárcel, donde vivo adormecido. Quiero que venga alguien a invitarme a seguir los pasos del Maestro. O quiero ser yo el que hable de ese encuentro. ¿Cómo fue mi encuentro con ese Jesús que se apareció un día en mi vida? Fue sutil, fue inesperado. En el lugar más inoportuno. Antes hubo un sí a un viaje, a salir de mí mismo, a no quedarme en lo que estaba previsto para mí según alguna receta propuesta por alguien. Y yo dije que sí sin saber las consecuencias de mi primer aquí estoy. Lo dije con la boca pequeña, no parecía mucho lo que me pedía Dios. Pero luego se fue abriendo el camino, el horizonte, la vida. Y tuve que repetir muchas otras veces ese «Aquí estoy, para hacer tu voluntad». Porque esa frase es la que obra milagros en mi vida. es la que me ha permitido tantas veces no desesperarme y confiar. Es la señal de que estar ahí era lo acordado, lo decidido, lo visto por Dios junto a mí. Ese encuentro que cambió mi vida para siempre y supe con certeza que no podría ya caminar lejos de su mano. Entonces muchas cosas en mi alma encontraron paz. Quizás se abrieron más preguntas imposibles de responder. Cada día tiene su afán y cada camino su meta. No importaba porque ese día en el que me miró y dijo mi nombre bastó para que las lágrimas me dijeran que todo estaba en su sitio, aunque sólo en el cielo estaría completo. 

Saberme amado es lo que necesito cada día para caminar. Que una voz me diga siempre desde el cielo y en lo más profundo de mi alma: «Este es mi hijo amado, mi predilecto. Aquel en el que tengo puesta mi complacencia». ¿Acaso no lo oigo? ¿Acaso no me lo dice? Dios no puede dejar de amarme, de bendecirme, de mirarme bien como su hijo amado. Eso me sostiene y me da paz. Seguro que Jesús también necesitaría oír esa voz entre tantas voces como había aquel día en el Jordán. Necesitaría la certeza de un amor que le daría sentido a todo. Un amor que le permitiría no perder nunca la calma, ni siquiera en la cruz. Y me envía como hizo con su propio Hijo: «Me dijo el Señor: - Tú eres mi siervo, Israel, por medio de ti me glorificaré. Y ahora dice el Señor, el que me formó desde el vientre como siervo suyo, para que le devolviese a Jacob, para que le reuniera a Israel; he sido glorificado a los ojos de Dios. Y mi Dios era mi fuerza. Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra». Dios es mi fuerza, me sostiene. El mundo espera que lo haga todo bien. Quiere que acierte siempre. Pero Dios no. A Él le basta con que esté abierto a recibir su amor. ¡Cuánto me cuesta dejarme amar sin condiciones! Estoy tan acostumbrado a las exigencias de mi familia, de mis amigos, de mis hermanos. Tan acostumbrado a cumplir para que otros estén contentos. Tan necesitado de la aprobación del mundo. Pensar en un amor inmerecido me parece excesivo. ¿De verdad quiere amarme así Dios? No puede evitarlo. Soy su hijo. Me ha creado y me llama como hoy escucho que llama a Jesús. Descendió el Espíritu sobre Jesús y todo encontró un sentido, una razón de ser. Jesús se levantó renovado en el Jordán y sus pasos siguieron un camino concreto. Sabía o intuía qué pasos tenía que dar. ¿Yo sé hacia dónde camino? A veces dudo. Me gustaría dejarme guiar por Dios en todos mis pasos. Saber que soy enviado a saciar la sed de amor del mundo, de los hombres. Puedo hacerlo. Pero antes necesito que Dios me mire y sonría. Soy su hijo amado, su predilecto. Aquel en quien ha puesto su confianza sin merecerlo. Por eso puedo comenzar el camino, porque hay alguien sobre mí, detrás de mí, que me sonríe y afirma. Que me dice que haga lo que haga y diga lo que diga no me va a dejar de querer. Alguien incondicional al otro lado de mi mirada, dentro de mi alma inquieta. Necesito el Espíritu Santo que me revele los pasos a dar, las palabras a decir. Pero sobre todo esa presencia del Espíritu que colme todos mis rincones vacíos y oscuros. Esos rincones que me llenan de inquietud. Necesito oír una voz que me diga que soy hijo, que le pertenezco a alguien. No hay nada más doloroso que el rechazo de los que no me aman, de los que me dicen que estoy mal, que soy impuro, pecador, mentiroso, o falso. Los que ven mis fallos, mis carencias y se escandalizan. Y me rechazan. ¡Cuánto duele el rechazo! ¡Cuánto daño me hace el juicio y la condena de los hombres! ¡Cuánto me hiere mi propia autocondena! Sé que las veces en que no me han aceptado me ha dejado herido. Las veces en las que alguien ha preferido seguir sin mí a su lado, sin mi compañía, sin mi cariño y aceptación. Quizás en ocasiones pienso que Jesús también me rechaza. Ve mejor que nadie mis limitaciones y se aleja porque estoy impuro. Veo a la Iglesia así. Un conjunto de normas que no cumplo, de ideales inalcanzables. Una pureza infinita que no tengo. Y entonces, al sentirme rechazado, yo también los rechazo. A ellos, a los que dicen que son puros, a los que no pecan. Me alejo de ellos porque me siento juzgado por sus silencios, por sus palabras. Me asusta su ley tan dura e injusta. No quepo dentro de sus requisitos. No valgo dentro de sus estándares. No soy apto en sus manos. Esa Iglesia que a veces veo no es la que Jesús quiso. Él quiso un lugar donde el impuro pudiera ser purificado, y el injusto justificado. Donde el que no es amado pudiera sentirse amado. Y el pecador perdonado. Veo que mi vida quiere ser ese amor infinito. Una réplica inexacta de la mirada de Jesús a la mujer hemorroisa que entre mucha gente se acercó a Jesús venciendo sus miedos y los obstáculos y tocó su manto. Bastaba eso, ella creyó. Y fue así. Una fuerza limpió su impureza. Y Jesús se detuvo. Cuando la vio la miró. Y, al mirarla, le devolvió el título que había perdido, el de hija. Ya podía ser aceptada, abrazada, sin miedo a quedar impuro. Ya no habría nadie más capaz de rechazar su presencia. Era amada, querida, escogida, predilecta. Tuvo fe y tocó el manto de Jesús. A mí me falta fe para tocar ese manto. Para acercarme a Jesús y buscar su sanación. Quiero que me purifique, me limpie, me sane por dentro. Quiero que me abrace y me recuerde que soy heredero de su gracia, de su amor. Esa mirada me basta. Es la que busco entre la gente. La que necesito para vivir un día más, toda una vida.

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