Homilía del padre Carlos Padilla - 24 de enero de 2021

Domingo 24 de enero de 2021 | Carlos Padilla

III Domingo Tiempo ordinario

Jonás 3,1-5.10; 1 Corintios 7,29-31 Marcos 1,14-20

«Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Dejaron a su padre Zebedeo en la barca y se marcharon con Él»

24 enero 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Aceptar la vida como un don en medio de cruces y dificultades es el mejor antídoto para vencer la depresión y el desánimo. Creer en la posibilidad imposible de volver a intentarlo»

A veces no sé bien lo que es mejor o lo que es peor. Una vida larga y fecunda o una vida corta y llena de sentido. Una vida demasiado corta, en la que apenas da tiempo a vivir o una vida excesivamente larga y sin sentido. Tampoco sé muy bien el peso de otras vidas en mi propia vida. Ni entiendo esa muerte que llega y cambia mis pasos de repente, tal vez demasiado pronto. No puedo ver con los ojos de Dios y parece que los míos son torpes para entender la vida. En una película un terapeuta le pedía a un hombre ya casado que pensara varias opciones posibles para su vida suponiendo que su padre no hubiera muerto cuando él era adolescente. El protagonista da dos versiones. Interpreta lo que podría haber pasado en su propia vida estando su padre presente. En una opción todo sale perfecto, mejor que ahora. La presencia de su padre hace que la vida ahora para él sea mucho plena. En la otra posible realidad las cosas salen peor incluso estando su padre presente. Me pareció muy fuerte e intensa la propuesta. Muchos posibles imposibles se hacían realidad en la pantalla. Sabía que no era real, pero ahí estaban mostrando una algo inexistente. A menudo me planteo esos posibles imposibles en mi vida. ¿Qué hubiera pasado si no hubiera tomado esa decisión y hubiera seguido otro camino? ¿Qué hubiera pasado si mi madre hubiera muerto siendo yo todavía joven o al nacer? ¿Habría sido mi vida mejor o peor? Son preguntas sin respuesta. Algo habría cambiado, seguro. Habría sido una vida diferente, ni mejor, ni peor. Nada reemplaza a la vida que ahora vivo. Lo que sucede es que a lo mejor me cuesta aceptar simplemente la vida en su verdad tal y como es. Y me gusta imaginar qué hubiera sido de mí si las circunstancias hubieran cambiado, si las decisiones hubieran sido otras, si hubieran estado presentes otras personas. Pero son posibles inútiles que sólo pueden atormentarme o bloquearme en mi intento por ser feliz y hacer la voluntad de Dios en mi camino. Lo único que queda después de muchos pensamientos y sueños es lo real, lo que toco, lo que hoy es, lo que ha sido, no lo que podría haber sido. Aun así me doy cuenta del peso que tiene una vida en las personas que la rodean. Mi presencia o mi ausencia en un lugar y en un momento determinado afecta a muchas personas. Si no estoy donde antes estaba o si estoy donde ahora vivo, habrá un vacío o una presencia. Eso es lo real. Si estoy en un lugar habrá una influencia sobre otros, positiva o negativa, eso depende de mí. El peso de mi realidad es irrefutable. El peso de la realidad de las personas que entretejen sus vidas con la mía, no lo puedo negar. Todo importa, todo influye en el camino que recorro. Y al mismo tiempo esos posibles imposibles no tienen tanta fuerza. La vida hubiera sido distinta, mi camino, mis decisiones, pero lo que queda al final es lo que hay y el pasado no puedo cambiarlo. Puedo, eso sí, intentar no repetir lo que salió mal y tratar de hacer bien lo que está en mi mano. Me gusta pensar que una vida no vale más por el número de años que acumula. Los años no dan valor a la vida, simplemente son un aspecto más de la misma. Una vida es bella, honda y fecunda sin importar el número de años vividos, gastados, o entregados. No se mide en años, sino en verdad. En la verdad de los gestos, de las palabras y las obras. En la verdad de las decisiones, de los errores y los aciertos. No se mide la vida por su perfección, porque no hay vidas más perfectas que otras. Simplemente hay vidas felices y logradas, aunque no tengan todos los años que hubieran podido tener. Hay vidas plenas y llenas de paz aun siendo imperfectas, aun habiendo errores y pecados. Decido mirar mi vida sobre la palma de mi mano. Acariciar los años caídos, esos que he vivido. Acariciar los miedos y las pasiones desordenadas. Sostener las miradas de asombro ante los días que enfrento. Levantar el desánimo que en ocasiones me hacen sentirme inútil. Un paisaje cubierto de nieve es mi propia vida. Es bello un bosque con nieve, y un edificio. Incluso una calle sin gracia con la nieve parece una calle preciosa. Será así con mi vida si la dejo que la cubra la gracia de Dios, su amor me sostiene y levanta todas mis ansiedades y torpezas. La nieve viste de belleza el barro. También puede tornarse una tortura si me impide hacer mi vida normal. Lo bello puede hacer que todo se complique. Puedo ver sólo la belleza. O puedo centrarme en la incomodidad que implica. De mí depende, de mi mirada. En mi vida hay nieve que me embellece. Y yo puedo agradecer mirando la nieve y pensando.

El tiempo de Navidad me ha dejado el corazón cubierto de gratitud. No me acostumbro a agradecer todo lo que recibo. Me creo que la vida consiste en dar para recibir, en hacer para que me paguen, en regalar para que me regalen, en acoger para que me acojan. Quizás lo aprendí de niño debatiéndome con mis obligaciones pequeñas de cada día. Si cumplía recibía el abrazo, el elogio, el aplauso. Si fallaba recibía el castigo, el enfado, el desprecio o lo que es peor, la indiferencia. Me acostumbré a trabajar duro para poder merecer. Y vi a Dios como ese empresario exigente y acostumbrado a recibir siempre más de lo que sembraba e invertía. Y no podía creer en la gratuidad porque no la conocía. No sentía que la vida fuera gratis, ni la salud, ni el amor. No sé bien por qué me acostumbré a pensar que lo merecía. Merecía levantarme cada mañana sano y feliz. Merecía ser amado. Merecía poder caminar y gozar de logros importantes en mi camino. Merecía los regalos que recibía. Lo merecía todo porque me había portado bien, había cumplido y era ejemplar. El merecimiento formaba parte de mi vida. Premio o castigo. Pago por lo realizado o ausencia de ese pago. Dependía de mí. La gratuidad no existía. Los regalos no existían. Y luego hablaba de lo que era justo o injusto con mucha facilidad. Me comparaba con los que estaban mejor que yo. Con los que tenían más éxitos o lograban más regalos. Ellos sí que eran felices, pensaba, mientras me volvía cada día más inconformista con la vida. Me debían algo, pensaba en mi interior. La gratuidad seguía sin existir. El perdón por mis errores era más un derecho que un don. Si me arrepentía, merecía ser perdonado. Si pedía perdón podía exigirlo acto seguido. Me haría bien cambiar mi corazón enfermo por uno lleno de paz. Pero para eso necesito cambiar ciertos criterios que alguien, o yo mismo quizás, ha dejado crecer en mi interior. Nunca me he creído eso de que alguien desconocido me regale algo. Habrá un truco, pienso. O un error. O buscarán que después pague más de lo que quería. Nadie regala nada, pensaba. Y cuando recibía la gratuidad en mi vida me sentía incómodo. Estaba en deuda. Alguien me regalaba cosas y me sentía en deuda. O me acostumbraba y me olvidaba de ese don. Y pensaba que merecía eso y mucho más. Y la deuda desaparecía porque era impagable. Y así, de la misma manera, me costaba entender el perdón en mi vida. O era merecido o no existía. O hacía méritos para ganármelo o no tenía sentido. Sor Verónica, fundadora de Iesu Communio, comentaba: «Un nuevo encuentro, una segunda etapa de la llamada. Pedro necesitaba sentirse amado cuando no tenía nada que presentar. El amor es gratuito. Ya no afirmará jamás daré mi vida por ti. Acoge el verdadero don del discipulado. No puede haber lugar para el desánimo». Pedro, que ha negado tres veces, recibe un amor gratuito y no lo merece. No ha hecho nada por Jesús, no lo ha salvado, no ha luchado por Él arriesgando su vida. Ha negado conocerlo y amarlo. Y aun así recibe el perdón en una mirada de misericordia. Gratuidad absoluta. ¡Cuánto me cuesta creer en esa mirada de Dios y de los hombres! Siempre espero que me exijan algo, que me pidan, que me demanden. No me siento tranquilo si me perdonan de forma absoluta. No lo espero, no lo quiero. Si me porto mal, que me castiguen, lo merezco. No quiero que me hagan blando. Quiero luchar por lo que quiero, por lo que amo. No quiero que me den nada sin merecerlo. ¡Cuánto bien me hace recibir un don que no merezco! Me enseña que la vida no es justa. Que no todo se basa en esa relación mercantilista del dar para recibir. Que de repente recibo lo que no merezco. Y muchas cosas en mi vida no las merezco, simplemente suceden. Que alguien me ame, que me den confianza, que me acepten, que me busquen, que me acojan. El perdón nunca es un derecho, es un don inmerecido después de haber fallado. Ese mismo perdón que me cuesta darme a mí mismo después de una caída. Las relaciones sostenidas por el mérito se acaban rompiendo. En algún momento no daré lo que esperan de mí como una obligación. Las relaciones sostenidas en la gratuidad tienen bases firmes y alas que llevan al cielo. Pensar en merecimientos me acaba enfermando, porque nunca haré lo bastante para merecer el cielo y nunca será suficiente lo que entrego para que mi vida sea perfecta. Aceptar la imperfección de mis actos me vuelve más misericordioso y paciente. Los demás pueden equivocarse, tanto como yo. Es parte de la vida, no importa que las cosas no funcionen bien. Perdonar y alegrarme con los dones que recibo cada mañana sin merecerlo sana y ensancha mi alma. Aceptar la vida como un don en medio de cruces y dificultades es el mejor antídoto para vencer la depresión y el desánimo. Creer en la posibilidad imposible de volver a intentarlo. Siempre surge una segunda oportunidad, una nueva opción a elegir cuando recorro la vida. La gratuidad es esa forma de medir que alegra y libera. Siempre estaré en deuda por todo el amor recibido. No importa nada, yo sonrío agradecido. Sólo eso basta para que la sonrisa no se borre nunca de mi alma.

No sé por qué no siempre tengo tanta fe como quisiera. Me cuesta creer en la luz cuando vivo en medio de la noche, sin poder ver. No logro creer en el calor cuando sufro el frío que congela mi alma. Imposible creer en la humedad de la lluvia torrencial cuando toco la sequía. Sé que la falta de agua cuestiona mi fe en el agua, en mi deseo profundo de poder calmar la sed. Mis miedos me hacen pensar que no hay salida. Y mi ceguera no me deja ver al sol abrirse paso entre las nubes. Mi soledad me duele y me hace dudar de los abrazos que apaciguan el ansia. Las derrotas me hacen dudar de posibles victorias futuras. Dibujo sobre el azul del cielo la llama de una hoguera que no se apague nunca. Como si quisiera que todo estuviera ardiendo en mi interior, a mi alrededor. Se quemarán los fríos y se calmarán los vientos. Dibujo a tientas la luna en un paisaje muy claro, oscurecidas las estrellas. Para no dudar cuando todo se torne oscuro, poco claro y nada entienda. He aprendido a beber en fuentes escondidas, el agua más pura. Y me he ilusionado con futuros posibles que aún no veía. He descubierto oculto bajo la tierra una perla escondida, esa que todos soñamos. He caminado lleno de luz por caminos desiertos. Y he bebido un agua clara que no sé cómo da luz a los ojos. No me escondo por miedo detrás de mis deseos. No soy más que nadie, tampoco menos. Dejo de medir las cosas y a las personas. No hay vidas mejores, vidas más santas. Sí las hay más logradas o felices. Pero no depende tanto de lo que se posea, de los sueños logrados, de las metas alcanzadas. La felicidad cuando más se busca más se esconde. La llevo dentro del alma. Cuando menos la persigo aparece como por arte de magia en medio de mis tropiezos. He levantado la luz para descubrir bien el camino, un farol humilde rompiendo la noche. He sentido el frío muy dentro de mi alma. He balbuceado ciego el nombre de lo que amo. Y he palpado a ciegas la piel del cielo. Me levanto de nuevo como cada mañana a dibujar mis días con colores más vivos, más profundos. Llevo en el alma impresa la faz de mi esperanza, de ese Cristo que vive muy dentro, en lo escondido. Sé navegar sin rumbo y a la vez sé el destino. No le tengo miedo al fracaso que me aventuran algunos. No dudo de que las fuerzas nunca serán suficientes, ni el tiempo, ni la alegría, no lo espero. Me sé pequeño, muy torpe y niño. Y Dios actúa en mí, a través de mi debilidad. Comenta el Papa Francisco: «Muchas veces pensamos que Dios se basa sólo en la parte buena y vencedora de nosotros, cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar de nuestra debilidad». Es mi pobreza la que Él ama y mi indigencia. Pero sé al mismo tiempo que los ríos bajan de la montaña soñando el mar en su cauce. Así voy yo tan sereno, sabiendo que la vida es corta y lleva al cielo. No dejo de aventurarme dentro de cada mañana, siempre todo puede hacerse nuevo. Me visto con la esperanza como traje y como canto la calma. Así voy yo cada día lleno de esa paz bendita que sólo Dios sabe darme. No le tengo miedo al frío, ni a la nieve, ni a los hielos. Me río de las desgracias que parecen amenazarme, todo pasa. Mi seguridad está en el cielo y en el Dios de mi camino, ese que pisa mis pasos y me abraza si estoy solo. He descubierto el sentido de tanto remar sin vientos. He palpado ese dolor de la pérdida, de la ausencia, dentro de mí, dentro de otros. No le tengo miedo ya a los imposibles necios que dibujo hoy con calma. Esos que llenan de polvo mi caminar por la playa y me hacen soñar el cielo. No dejo de apapachar, de abrazar con el alma, a todos los que más sufren. Porque el sol siempre me muestra que puedo dar más, que puedo ser más de todos, más niño, más sabio, más pobre, más alegre. No quiero desesperarme cuando es nada lo que logro. No dejo de esperar a ese Dios que me llena en medio de mi indigencia y le da sentido al camino que recorro. Necesito hallar consuelo para poder dar consuelo. Conozco muy bien la sed que sufre el mundo, yo mismo la tengo dentro. Y sé que nada la sacia, sólo Dios colma mis ansias y me llena de esperanza. Quiero dar paz con mis labios, con mi vida y mis palabras. Quiero abrir caminos ocultos, despejar los que están escondidos bajo ramas por los bosques. Me adentro abriendo nuevas rutas, despejando ilusiones. No le tengo miedo ya a perder la vida entera en misiones imposibles. Puedo amar hasta el extremo, puedo dar hasta que duela, puedo ser más cada día y a la vez hacerme pequeño, para que sea Cristo el que venza. Llevo dentro de mi alma el sueño de una esperanza. Y camino convencido de que nada podrá quitarme nunca la fe en ese Jesús que me ama. Él le da sentido a la cruz, cuando cargo con ella. Y me hace ver que el sol aparecerá al acabar la noche. ¿Por qué temo? Si Él va conmigo y me salva. Me sostiene y me alienta. Y me llama por mi nombre para decirme que me ama. Que ya me ha salvado. Que está dentro de mí y no me va a dejar nunca. Incluso cuando crea que estoy solo en la batalla. Su bendición está sobre mí y me cuida. Nada podrá hacerme daño porque soy suyo, vivo en su presencia. 

Me gusta meditar sobre la misericordia de Dios. Tal vez porque la necesito y porque veo que yo no soy misericordioso. Y exijo justicia y cumplimiento. Salvo cuando soy yo el que caigo y entonces sí pido el perdón. Medito la historia de Jonás: «En aquellos días, vino la palabra del Señor sobre Jonás: - Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícale el mensaje que te digo. Se levantó Jonás y fue a Nínive, como mandó el Señor. Nínive era una gran ciudad, tres días hacían falta para recorrerla. Comenzó Jonás a entrar por la ciudad y caminó durante un día, proclamando: - ¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida! Creyeron en Dios los ninivitas; proclamaron el ayuno y se vistieron de saco, grandes y pequeños. Y vio Dios sus obras, su conversión de la mala vida; se compadeció y se arrepintió Dios de la catástrofe con que había amenazado a Nínive». Me gusta mucho este profeta rebelde que no entiende a Dios. No quiere predicar la conversión porque no quiere que el pueblo se arrepienta y reciba el perdón. Es paradójico. Recorre la ciudad predicando la conversión y cuando aparentemente tiene éxito y cambian de conducta, él no entiende a Dios. No quiere que Dios se arrepienta de su juicio y los perdone. No cree en la misericordia como camino de vida. Cree más en la justicia, en el pago a cada uno por lo que ha hecho. El mal se paga siempre con un castigo. Y el premio es para aquel que obra bien. Si no es así el corazón no aprende. Me vuelvo blando al ver a un padre que siempre me perdona y pasa por alto mis caídas. No conozco esa misericordia que me hace mejor persona. Necesito ser perdonado en mis debilidades y encontrar que Dios nunca me rechaza haga lo que haga. Esa experiencia sana todas mis heridas. Comenta José Antonio Pagola: «Cuando os sintáis rechazados Dios os está mirando con misericordia. Escuchad vuestro corazón. Dios está con vosotros. No os abandonará jamás. No lo merecéis. Nadie lo merece». No merezco el rechazo ni el abandono. No merezco el perdón tampoco. Todo es gracia, no lo quiero olvidar. Dios me ha creado imperfecto y tendrá paciencia conmigo. Será misericordioso cuando vea que no estoy a la altura del ideal que ha sembrado en mi alma. Me mirará con paz al ver mi pobreza. Jonás se somete, obedece a Dios y predica. El pueblo se convierte y obtiene la misericordia. Y entonces se rebelará contra ese Dios que es bueno y paga lo mismo al que trabaja todo el día que al que llega al final del día. Cuesta ese Dios que ama de esa forma a sus hijos. Cuando medito esta historia pienso en lo lejos que estoy de la verdadera misericordia. Creo en la justicia, en el castigo, en la pena. Creo en hacer el bien y evitar el mal. En cumplir y no dejar pasar las oportunidades que tengo ante mis ojos. Pero no acabo de creer en las palabras del salmo: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor». ¿Será realmente Dios tan misericordioso como escucho? ¿Puedo estar tranquilo y creer en esa mirada compasiva sobre mis obras cada vez que no estoy a la altura de lo que soñaba alcanzar? ¿He palpado la ternura de Dios en mi vida? ¿Qué he aprendido en mi hogar, en mi familia? ¿Cuál es la imagen de Dios que guardo muy dentro al haber abrazado a mi propio padre en su pobreza? No pienso en esa imagen que guardo en la cabeza, porque esa imagen de Dios tal vez sí crea en la misericordia. Doy un paso más y pienso en mi corazón. Al corazón le cuesta más aprender y después desaprender lo aprendido. Tarda más que la cabeza que puede encontrar razonable ese perdón de Dios. Pero el corazón no es así y graba experiencias y desde lo vivido interpreta y mira por un tamiz la vida que le rodea. Así es el corazón que mueve mis pasos. Más que mis ideas, más que mi cabeza, cuenta mi corazón. Es ahí dónde se imprime el sello de ese Dios que he conocido dentro de mí. Ese Dios en el que creo y al que sigo. Actúo de acuerdo con sus normas. ¿Cuáles son? Ese Dios me muestra el camino y la forma de entenderlo todo. Hoy le digo a mi Dios como una súplica: «Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque Tú eres mi Dios y Salvador. El Señor enseña su camino a los humildes». Quiero que cambie Dios mi corazón que se ha acostumbrado a la justicia y al deber. Mi corazón que cree en el castigo y en el premio que mantienen el orden y la paz. El que no trabaja que no coma. El que obra mal que reciba su merecido. El que no construye el bien a su alrededor que sea castigado por ello. Creo en la exigencia que pretende sacar lo mejor de mi débil corazón. Me cuesta creerme que baste el arrepentimiento verdadero para volver a empezar con el alma en paz. ¿Dónde quedan la penitencia y el cumplimiento del castigo? Sin ese pago de las deudas nadie puede cambiar de verdad. Es lo que tengo grabado en el alma y tal vez por eso juzgo tanto en mi corazón a los demás y a mí mismo. No me permito ninguna caída y no tolero que los demás sean tan imperfectos. Los condeno con facilidad y no veo tan factible que mi mirada misericordiosa pueda mejorar sus pasos. Si no los reprendo y exijo acabarán siendo débiles toda su vida. Si no soy un pilar que sostiene sus vidas se caerán una y otra vez sin remedio. Necesito creer más en la misericordia de Dios para ser yo misericordioso. Necesito el perdón para poder perdonar. Que todo pase por mi corazón.

El momento es apremiante. El instante que vivo ahora, el presente que toco es lo que cuenta. Dios viene a mi vida ahora, en este momento en el que me encuentro. Hoy dice el apóstol: «El momento es apremiante. Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la representación de este mundo se termina». En el presente en el que sucede mi vida, ahí está Dios saliendo a mi encuentro. Y tengo que vivir como si lo que ahora temo, no valiera la pena temerlo. O lo que ahora me angustia, no precisara mis angustias y ansiedades. Porque el mundo que veo ahora pasa y todo descansa en el corazón de Dios. Y entonces sé que Dios viene para cada ahora, en cada momento de mi vida, para salvarme, para enseñarme a vivir. Viene a mi rutina diaria, a mi vida cotidiana y me mira a los ojos: «Pasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago». Simón y Andrés estaban pescando que era lo que sabían hacer. Viene a sus vidas en ese preciso instante en el que son normales y hacen lo normal. Hacen lo que les gusta, cumplen con su deber, intentan sacar suficientes peces para poder vivir como familia. ¿Estaban buscando algo más en sus vidas? ¿Tenían una motivación más honda que movía sus pasos? La semana pasada escuché que Andrés busca a Jesús, lo sigue y pasa todo el día con Él. Lleno de alegría regresa a casa y se lo cuenta a su hermano Simón. Hoy están los dos hermanos pescando y viene a verlos Jesús. Pasa por sus vidas y se detiene ante ellos. En el otro evangelio contado por San Juan son ellos los que van a vivir con Jesús un día completo y entran en su cotidianeidad. Hoy es Jesús el que entra en lo cotidiano de sus vidas de pescadores. Están pescando y llega Jesús a amarlos. Parece que ellos no buscan al Mesías. O tal vez sí están buscando y en su interior hay una búsqueda constante. Lo cierto es que Jesús irrumpe en sus vidas, en mi vida, cuando menos lo espero. En la espiritualidad india hay una ley que dice: «En cualquier momento que comience es el momento correcto. Todo comienza en el momento indicado, ni antes, ni después». El comprender que las cosas suceden en el momento correcto me da paz. Ni antes ni después. Es en este momento. La pandemia ha llegado en el momento correcto. En mi corazón tal vez hubiera preferido antes o después, o nunca. Pero eso no importa, ha llegado cuando tenía que llegar. Aceptar que las cosas suceden en el momento correcto me da paz, me quita el miedo y la ansiedad. Es el mejor momento de mi vida para que esto ocurra. Entender así la vida me permite vivir con una paz honda y segura. Jesús también llega a mi vida en el mejor momento, en el correcto. No cuando yo se lo exijo, sino cuando Él ve que mi corazón está preparado para su venida. En ese momento se detiene delante de mi pesca. Si yo no estuviera preparado seguiría pescando sin entender que viene para mí. Si yo no estuviera buscando algo le cerraría la puerta y Jesús tendría que pasar de largo. Comienza todo en el momento correcto. Cuando mi alma está abierta y dispuesta a cambiar de vida. Tal vez antes no existía esa predisposición positiva. Decía Sor Verónica, fundadora de Iesu Communio: «Hoy puede ser el momento de ver nuestra verdad. La esperanza sale a mi encuentro. Una persona, Cristo vivo». Estoy viviendo tiempos difíciles. Tal vez es la oportunidad para encontrarme con Dios en mi vida y que algo comience a ser diferente, mejor, más hondo. Me gusta pensar que la vida se juega en esos instantes en los que tengo que tomar una decisión. O me detengo o sigo de largo. O abro una puerta y paso por ella, o espero a que la puerta se abra. O vivo tranquilo como si nada fuera a pasar o estoy en tensión atento a la llegada de Aquel que puede cambiarlo todo a mi alrededor. Vivir el presente pasa por estar atento, lo tengo claro. El mundo cambia constantemente. Todo sucede a una velocidad vertiginosa. Es imposible estar atento a todo. Y corro el riesgo de vivir pendiente de todo lo que sucede fuera de mí, pero incapaz de ver lo que ocurre en mi corazón. Puedo vivir desparramado en las cosas del mundo y ajeno totalmente a lo que Dios susurra dentro de mi alma. Jesús me llama por mi nombre dentro de mí. Viene a mi pesca, en medio de mi rutina. Y quiere pescar conmigo, quiere quedarse conmigo. Si yo no me detengo en el presente de mi vida y escucho atento las cosas sucederán sin que yo decida nada, sin que yo haga nada. Pasará Jesús de largo y no lograré verlo ni escuchar su voz. Me gusta vivir así, atento, en tensión, dispuesto a escuchar su voz y saber lo que quiere que haga con mi vida, con mis horas.

Y Jesús entonces los invita a ser pescadores de hombres: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó». No dejarán de ser quienes son, ni de hacer lo que saben hacer. Saben pescar. Calculan cuándo los peces estarán más abiertos a dejarse pescar. En la noche se adentran en la oscuridad con sus redes listas. El pescador conoce el mar, conoce la vida de los peces, sus hábitos, su necesidad. Si ellos quieren pescar hombres tendrán que conocer al hombre, saber sus inquietudes, conocer sus miedos y angustias. Así quiere que sean ellos, conocedores del corazón humano. Es lo que Jesús va a hacer con ellos, por eso los invita a ir con Él a cualquier sitio y a vivir siempre a su lado. Es ese el misterio del cristianismo. Jesús se abaja sobre el hombre para cautivarlo con su presencia. Lo enamora, lo ata a su corazón. Jesús me conoce en mis necesidades más hondas y respeta mi forma de ser. Eso basta para que la invitación cautive a esos pescadores. Podrán seguir siendo ellos mismos. Y al mismo tiempo sus vidas cambiarán para siempre. Se hará más grande su mar. Y su pesca será más milagrosa. Por eso responden con prontitud: «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con Él». Pedro, Andrés, Juan y Santiago se ponen en camino inmediatamente. La fuerza de la llamada y la rapidez de la respuesta me emociona. Siempre me ha impresionado su sí alegre y convencido. Dejaron su oficio, lo que sabían hacer, para vivir sin hogar siguiendo a Jesús por todas partes. Su respuesta me enamora. Me gustaría ser como ellos. Responder como ellos al unísono y sin pausa, sin miedo. Lo dejaron todo de golpe y lo siguieron. Se pusieron en camino, renunciaron a sus sueños de antes. Renunciaron a sus amores del momento. Dejaron sus redes caídas y emprendieron una nueva aventura. Esta vocación de los discípulos siempre me impresiona. No tienen miedo a quedarse sin nada. Es como si la certeza de la llamada eclipsara todo a su alrededor. No contaba nada más que la vida que se jugaba en presente de la mano de Jesús. Dejaron de hacer cálculos. Dejaron de medir las horas. Y se confiaron en una llamada que prometía llenar todos sus vacíos. Me gustaría ver siempre a Jesús en mi vida llamándome a estar con Él. Es la vocación de todo cristiano. Una llamada a dejar las redes de mis ataduras, de mis miedos y esclavitudes. Dejar las redes de mis pasiones desordenadas, de mis hábitos que me pierden. Es la llamada de Jesús una llamada a amar bien, a los hombres, a amar los sueños y a amar la vida. Dios me llama a amar como Él me ama. Quiere que aprenda a amar. Comenta el P. Kentenich: «Te amo en Dios, te amo a través de Dios, o amo a Dios a través tuyo y te amo por Dios. Más aún: te amo plenamente y amo a Dios plenamente. En ti amo plenamente a Dios y amo plenamente a Dios en ti. Esta disociación entre amor a Dios y a los hombres me resulta absolutamente inconcebible. Hagámoslo sencillo nuevamente: ¡amemos, sin más! ¡Dios no nos ha llamado de la nada para que nos atormentemos y torturemos mutuamente, para que tengamos miedo del amor!»[1]. Dios integra en mi vida el amor a Él y el amor a los hombres. Quiere que ese pescar hombres en mi vida tenga que ver con amarlos. No quiere que los lleve donde no quieren ir. Sino que los ame como Jesús los ha amado, en su verdad. Que los ame respetándolos, cuidándolos, dejándoles ser quienes son. Esa es la forma de pescar de Jesús. Me ama de tal manera que mi respuesta de amor es inmediata. No lo amo como una obligación, como un deber. No lo quiero porque Él me haya querido a mí antes y yo me sienta obligado a corresponderle. El amor de Dios provoca mi amor, lo despierta. Y entonces salgo como Él al encuentro de los hombres para amarlos. Pescar es igual a amar y dar la vida por aquellos que Dios pone en mi camino. Me hago responsable de lo que amo: «Eres responsable para siempre de lo que has domesticado!»[2]. La palabra pescar no expresa la vocación a la que me llama Jesús. Significa que Él quiere que siga siendo yo mismo en mi entrega a Dios. Que siga amando pero ahora desde Dios. Soy pescador de hombres como lo es Jesús. Pesco a su manera pero desde mi verdad. Pesco amando, buscando, cuidando, acompañando. Es la pesca milagrosa que Dios hace con mi vida cuando soy capaz de amar por encima de mis miedos y límites. Sólo Dios lo hace posible. Y estalla dentro de mí un cambio que me transforma por dentro. Él me enseña a ser amante.

 



[1] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

[2] Antoine de Saint Exupéry, El Principito

Comentarios
Total comentarios: 1
01/02/2021 - 06:35:22  
Gracias padre Carlos
Muy apropiada reflexión
Bendiciones
Jojn

John
Dubai
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