Homilía del padre Carlos Padilla - 25 de septiembre de 2022

Domingo 25 de septiembre de 2022 | Carlos Padilla

Domingo XXVI Tiempo Ordinario

Amós 6, 1a. 4-7; 1 Timoteo 6, 11-16; Lucas 16, 19-31

«Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto»

25 septiembre 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«No me quiere más Dios cuando mejor hago las cosas. Se conmueve cuando soy torpe y pierdo de vista sus ojos y me creo capaz de todo pero caigo. En ese momento sonríe con ternura»

Me gusta mirar a María en Nazaret. Contemplarla en silencio. Tocar las rocas, sentir el aire, dejarme llenar por la luz. Imaginar que se acerca a mí. Dios se hace carne en un lugar, hic, aquí y en un momento, nunc, ahora. Ese momento en la historia en el que el cielo tocó la tierra y una niña pronunció su Fiat, su hágase, su sí humilde y callado. Lo dijo todo en pocas palabras y se abrazó a Dios para recorrer sus caminos. No tenía nada claro. No sabía el futuro ni controlaba el destino de sus pasos. Sólo sabía que Dios le pedía lo imposible y Ella no podía negarle nada a su Padre, no podía decir que no y apartarse del camino. No podía rechazar al Dios al que había consagrado su vida. Los caminos de Dios son extraños, no son mis caminos. Sus deseos no suelen ser mis deseos. O quizás sólo cuando deseo lo que Él desea soy feliz. Y no haciéndolo con los dientes apretados sino como hace el que está enamorado. Salta en el vacío. Cierra los ojos y se deja caer de espaldas sabiendo que unas manos sujetarán su vida. Es lo que sentía María en su corazón. Se encontraba cobijada en las manos de Dios. ¿Qué podría temer si simplemente hacía lo que el ángel le pedía? No le dio un itinerario, ni un manual con la ruta a seguir. No le dijo con precisión los pasos a dar ni puso en sus labios las palabras correctas. No le mostró el dolor que un día viviría ni le hizo comprender el plan de salvación. Sólo le dijo: «Hija mía, la más pequeña de mis hijas, toma en tus manos esta misión inmensa y confía. Porque estando conmigo nunca te pasará nada». Y Ella lo creyó, confió, se abismó. Se dejó caer desde una altura infinita. Se entregó por entero sin preguntar demasiado. Cada día tendría su afán mientras Ella viviría meditándolo todo en su corazón. Mientras Jesús crecería en la oscuridad que provoca la cotidianidad, Ella seguiría convencida, unida a Dios, sabiendo que fue el Ángel quien le dijo que no dejara nunca de creer. Y Ella creyó. Incluso al pie de la cruz cuando la noche se rompió en su corazón humano destrozándolo todo. En ese momento de dolor infinito Ella creyó, pensó que habría una luz cuando menos lo esperara. Que el final no podía ser tan terrible. Creyó que todo el sufrimiento tendría un sentido y daría a luz una vida nueva que no alcanzaba a entender. Me detengo conmovido ante ese sí imposible de María. Hic, aquí, en este lugar de piedra se oyó un sí, brotaron unas palabras calmadas en los labios y en el corazón de una niña indefensa, incapaz de salvar el mundo Ella sola con sus fuerzas. Sólo dio el primer sí que repetiría miles de veces a lo largo de su vida. Creyendo, confiando, esperando. Me conmueve su sí y pienso en los síes que yo no sé pronunciar. Me duele el alma al ver la incertidumbre ante mis ojos. ¿Cómo seré capaz de enfrentar la vida? ¿Cómo soportaré el dolor y aguantaré la soledad? ¿Cómo sabré que es ese el camino y no otro? ¿Cómo descifraré esos susurros de Dios que casi no oigo? Digo que no muchas veces creyendo hacer lo que Dios me pide, o lo que yo deseo. Me amparo en mi debilidad diciendo que no puedo, que estoy hecho de otro material distinto al de los santos. Le digo a Dios que no me pida nada difícil ni permita el dolor en mi vida, no sé sufrir con altura de alma. Y las contrariedades despiertan todas mis rabias e iras. Le digo a Dios que hay mejores candidatos, personas más verdaderas y valiosas que pueden decir que sí, ellos sí, y rehúyo esa piedra donde escucho que Dios se encarna en un presente muy real. En mi vida como es hoy, no como a mí me gustaría que fuera. En las personas con las que convivo hoy, que son de una manera concreta. Y en mi historia, esa que me duele porque están abiertas sus heridas. ¿Cómo voy a decirle que sí al Dios de esa historia mía con la que no me acabo de reconciliar? Y luego el futuro lleno de incertidumbres. ¿Cómo haré para gritar Fiat sabiendo que no tengo nada controlado de lo que puede suceder? Me asustan el fracaso, el dolor y la muerte. ¿Cómo decirle a un Dios que sí cuando no me garantiza de ninguna manera que viviré lejos de los sufrimientos? Sólo me dice que irá conmigo, caminará a mi lado, abrazará mis dolores, levantará mis cansancios y sostendrá mis miedos. Y yo quiero decir que sí con la cabeza, y con el corazón. Quiero decirle que sí, que puedo sólo si Él va conmigo. No porque me sienta fuerte sino porque sé que Él me ha elegido. El profeta Ezequiel 22:30 dice: «He buscado entre ellos alguno que construyera un muro y se mantuviera de pie en la brecha ante mí, para proteger la tierra e impedir que yo la destruyera, y no he encontrado a nadie». Es lo que dice el Señor. Pero yo sí quiero estar en la brecha que se abre en la muralla. Quiero ser fiel sabiendo que Él me dará la fuerza. Ha querido llamarme a estar a su lado. Defendiendo, permaneciendo junto a mí. Así repito mis síes en esta noche. Convencido de que el día traerá un amanecer lleno de vida.

Me gusta el mar de Galilea. Sus piedras, su viento, sus aguas calmadas y violentas. Me gusta su sol plomizo. Y su barca, como esa de Pedro y los apóstoles hace dos mil años. Me gusta entrar en la barca buscando a Jesús. Me pidió que entrara y que fuera en mi barca mar adentro. Ya se juntaría conmigo, dijo. Y se quedó en mi barca, y yo con Él. Yo con miedo a veces, con tristezas. Con la soledad que duele y la sensación de vacío. Porque no siempre noto su presencia. ¿Dónde se habrá ido Jesús? ¿A qué espera para venir a buscarme? Anochece, el sol se esconde, el miedo es más fuerte. Y lo veo caminando sobre las aguas. Aún distante, lejos, pero es Él, seguro, no es un fantasma. Y yo le grito desde lejos: «Si eres tú, Señor, llámame e iré hasta ti sobre las aguas». ¿Seré capaz de caminar sin hundirme? Tengo fe, audacia, valor. Y me lanzo al agua. Mirando a Jesús soy capaz de caminar sobre la soledad, sobre mis miedos, sobre mis tentaciones, sobre mi pecado que me abruma y me hace sentir tan indigno. Lo miro a los ojos y confío. Sigo caminando sobre las aguas seguro de mí mismo y empiezo a sentir una extraña sensación de orgullo. Puedo, yo puedo solo. Casi no me hacen falta ni su mirada, ni su poder. Yo puedo caminar, yo puedo luchar, yo puedo vencer. No hay nadie más que pueda hacerlo, sólo yo. Y miro con desdén a los que se quedan en la barca, por miedo, por dejadez, por pereza. Los miro por encima de mi hombro. Yo sí que puedo, soy cristiano, soy santo, soy puro. Me siento por encima de todos los que no se lanzaron al agua. Y en ese momento, no sé bien por qué, surgen las dudas. Puede ser que el viento sople más fuerte. O las tentaciones parezcan imposibles de vencer. Es inhumano, nadie puede, Jesús me salvará, seguro. Pero dudo, y al dudar me hundo. Dejo de sentir el piso firme, ahora es agua. Y las tentaciones me vencen y los miedos me oprimen. No puedo caminar más. Las aguas me envuelven. La soledad y la nostalgia, la pena. Y grito: «¡Jesús, sálvame!». Y entonces Jesús se acerca caminando sobre las aguas hasta mí. Lanza su brazo en lo hondo del mar y me saca. Puedo respirar de nuevo. Su brazo tiene fuerza, me levanta, me sana, me salva. «¿Por qué dudaste?». Me pregunta sorprendido. Yo no lo sé. O sí, tal vez, fue el orgullo el que me hizo pensar muchas veces que podía solo. Que no me hacía falta su mirada. Que no me era necesaria su presencia. Dudé. Y al dudar, dejé de mirarlo a sus ojos, como si no me hiciera falta mantener el contacto visual. Me equivocaba. Pero gracias a mis dudas su mano asió mi brazo y me rescató. Y viví una misericordia que desconocía. Yo esperaba el abrazo orgulloso del Padre al acabar mi travesía. Y las palabras complacientes saliendo de sus labios. «Lo has hecho muy bien, hijo mío, te felicito». Yo quería el aplauso y el reconocimiento. Pero no, cuando menos lo espero me hundo. Sufro el desaliento. Experimento la derrota y el fracaso. Siento que la vida se me escapa entre los dedos. Y tengo mucho miedo. De morir, de quedarme solo, del abandono, del fracaso. Y miro al cielo gritando a Dios que me salve. Sólo Él puede salvarme. Es lo que he vivido otras veces. Le pido ayuda. Quiero que me saque de mi angustia. Quiero que me rescate de mi soledad. Le grito en la noche. Le grito cuando todo está oscuro. Y entonces la mano salvadora me habla de un amor que no es como el mío. No me quiere más Dios cuando mejor hago las cosas. Seguro que se conmueve más cuando soy torpe y pierdo de vista sus ojos, cuando me creo capaz de todo pero caigo. En ese momento sonríe con ternura. Sabe que necesito su brazo para salir de la hondura en la que he caído. Me gusta pensar en mi vida desde la barca. No puedo cambiar el futuro. Tampoco puedo hacerlo todo bien. No podré caminar sobre las aguas si no tengo fe. Porque es Dios el único que puede salvarme. Su mirada es la que cambia mi corazón. Se trata de eso, de cambiar por dentro. Si el orgullo en mí es demasiado grande nunca necesitaré a Dios en mi vida. Me bastarán las ideas sobre Dios. Me bastarán los pensamientos profundos, religiosos, místicos. Me bastarán los consejos espirituales. Necesito encontrarme con Él en la barca, en su tierra, en las piedras que Él pisó, en el agua que él tocó. En el aire que respiró. Sus mismos olores, los mismos sonidos. La misma música. Y pienso que sólo si me encuentro con Él cara a cara las cosas serán mejor en mi vida. Tendré más luz, más paz, más esperanza. Quiero tener un encuentro profundo con Él. Quiero sentir su mano en lo profundo de mi alma. Quiero oír su voz. ¿Acaso no quedó retenida su voz en Galilea? Quiero oír su voz llamándome, y diciéndome con cariño: «¿Por qué dudaste?». Esa voz firme en la que no hay reproche alguno. Él me ama pase lo que pase. Y quiere saber si yo lo amo: «¿Me amas más que estos?». No lo sé si lo amo tanto. Porque digo que sí con palabras pero luego mis obras no son consecuentes. Miro a Jesús en silencio. Él sabe que lo amo. Quiero que me ame, que me busque al caer, que me levante al hundirme. Busco su mano bajando del cielo. Espero su mirada conmovida diciéndome que no me preocupe, que no tema, que seguro que todo va a salir bien. ¿Para qué me preocupo? No merece la pena angustiarme tanto por lo que puede suceder. Quiero confiar.

No quiero sentirme seguro. No deseo sentir que lo hago todo bien. Hoy escucho: «¡Ay de aquellos que se sienten seguros!». Estar seguro no es el sentido de mi vida. No quiero estar seguro, no necesito la seguridad que me brinda el mundo. Tampoco la que me dan los éxitos o la aprobación de los hombres. No necesito sentirme seguro. No es la seguridad lo que me salva. Es todo lo contrario. Es algo más fácil de conseguir. En ocasiones pienso que a Dios lo que le gustan son mis talentos. Escribo una frase maravillosa y pienso Dios estará feliz. Hago el trabajo que me corresponde con esfuerzo y siento que Dios estará orgulloso de mí. Trato bien a mi prójimo y veo no sé bien cómo a Dios sonreír. Pienso que me quiere porque yo me esfuerzo en quererle. Como si correspondiera con el infinito a mi amor limitado. Y creo entonces que mi pecado es terrible. Seguro que desprecia mis pecados. Es como si yo le hiciera daño cada vez que peco. ¿Pero realmente soy tan poderoso como para entristecer a Dios? Es curioso hasta dónde llega mi vanidad. Y lo distorsionada que es la imagen que tengo de Dios. Soy yo el que detesta mi pecado porque me vuelve imperfecto. Me abruma mi codicia. Me duele mi lujuria. Mi egoísmo me rompe por dentro. Mi ira llena de malestar mi corazón. Mi desorden afectivo me vuelve adicto y esclavo. Mis pensamientos retorcidos llenos de críticas envenenan mi alma. La oscuridad de mi corazón no me deja ver a Dios. Mi orgullo hace que viva mirándome, pensando en mí, buscando mi bienestar. Mi soledad mal llevada hace que viva lleno de rencor hacia los demás, hacia el mundo. Mis heridas me hacen herir. Todos mis pecados me quitan la alegría, la espontaneidad, la sonrisa. Todos mis pecados me hacen más débil, menos feliz, más egoísta. Me cierro, construyo murallas, vivo a la defensiva sintiéndome indigno. Entonces Jesús me mira. Se conmueve, tiene compasión de mí por mi debilidad. No le duele mi pecado, lo que le produce dolor es verme incompleto, infeliz, amargado y lleno de rabia contra el mundo, contra mí mismo. Por eso me mira a los ojos y me pide que le entregue mi pecado, mi infidelidad, mi rabia, mi lujuria, mi enfermedad, mis cadenas. Yo me esfuerzo por no pecar pero no lo consigo. Todos pecamos. Hasta el mismo Papa Francisco confiesa que peca: «En cuanto a los detractores que hablan mal de mí es porque me lo merezco, porque soy un pecador, o al menos eso quiero pensar». Un pecador que se merece las críticas. Y yo cuando sufro críticas me defiendo, me justifico, busco culpables lejos de mí. No asumo mi responsabilidad, mi error. Quiero mirar a Jesús y reconocer que soy un pecador empedernido. Y lo peor es que me cuesta confesarme y aceptar la mirada del que me absuelve. Como si temiera que su imagen sobre mí cambiara. ¿Dejará de verme bien cuando sepa lo que he hecho? Pienso en mi interior. Y busco curas que no me conozcan para contarles mis desgracias. Para que no me miren condenándome. Y me creo entonces que si los hombres me pueden mirar mal, Dios también lo va a hacer. Sé que lo sabe todo pero no esto dispuesto a entregarle mis pecados. ¿De qué le sirven? Pienso. Sé que mi pecado es lo contrario a Dios, porque en Él no hay pecado, no hay incoherencias, no hay inconsistencias. En mí hay muchas divisiones porque estoy roto por dentro. No sé amar bien y cada vez que amo hago daño. Quiero poseer, retener, dominar, decidir en el comportamiento de los demás. Y peco tratando de hacer el bien a los que amo. Pero queriendo su bien acabo provocando su mal por mi debilidad, por mis heridas del pasado. Porque tal vez a mí no me amaron como me ama Dios. Y creí entender que el Dios en el que creían quienes me amaban mal sería como ellos. Y me equivocaba. Dios me quiere mucho más y me quiere de forma incondicional. Y lo más curioso es que me pide cada noche al llegar a mi lecho que le entregue mis pecados del día. Con nombre y apellido. Pecados muy concretos, sucios, llenos de mal olor. Y yo no me atrevo a abrir la puerta de mi alma para que mire Dios. ¿Acaso no me conoce? Lo sé, pero no es lo mismo que lo sepa con la puerta cerrada, a confesarle con las ventanas abiertas quién soy yo. ¿Me seguirá amando una vez que me conozca? ¿Puede una madre despreciar al hijo que ha pecado? ¿Puede dejar de amar al hijo que ha cometido actos abominables? No puede. Y si así es el amor de una madre no quiero ni pensar cómo será de grande el amor de Dios. Por eso le entrego mi pecado como única carta de presentación. Él sabrá lo que hará con él. Me quiere. Al fin al cabo soy obra suya. Me ha hecho de barro. Un alma grande, una voluntad débil, un corazón roto. ¿Cómo pretende que lo haga todo bien? Queriendo el bien hago el mal. Queriendo buscar la verdad me enredo en las mentiras. Miro a Dios mientras pongo sobre sus manos cada uno de mis pecados. No olvido tampoco esas múltiples omisiones que son un vacío de bien en mis hermanos. Sé que no puedo salvar a nadie, ni siquiera a mí mismo. Pero al entregarle lo que soy, mi grandeza y mi pobreza, sé que podré asirme a lo único que me salva, su infinita misericordia. Sonrío y le pido que no me suelte de la mano. Sabe perfectamente cómo soy. Y le gusta cómo es mi carne enferma. Sólo quiere que no peque por mi bien. Porque sabe que sólo mis obras buenas me harán mejor persona y mucho más feliz.

En las cosas más sencillas. En la brisa, en la caída del sol. En las piedras, en las miradas casuales, en las palabras desgranadas al atardecer. En los encuentros fortuitos, no causales. En los encuentros improbables, pero verdaderos. En los silencios cargados de emociones. En las canciones que me hacen tocar el cielo. En la escucha callada, concentrada, cuando los ojos miran el alma. Cuando cuesta que salgan las palabras. En aquellos que no me buscan, en los que no me encuentran. En la arena de un desierto que siempre estuvo ahí aguardándome. En los cantos extraños que alaban a un mismo Dios. En las vidas ajenas que se cruzan con la mía. Porque yo quiero ser amigo de Jesucristo, tocar su rostro, calmar la sed en su pozo lleno de agua, de vida, de esperanza. Quiero encontrarlo en lo cotidiano, no necesito grandes milagros, grandes voces, grandes manifestaciones que me hablen de algo extraordinario. Lo ordinario es lo que cuenta. Lo de cada día. Lo que no llama la atención. Quiero ver a Jesús todos los días sin necesidad de tocar su tierra santa. Quisiera descubrirlo en mi vida como es, en la rutina, en el espacio sagrado en el que transcurren mis días. ¿Podré llegar a vivirlo así? ¿Podré tocarlo cuando baje del Tabor en el que Dios me grita para que lo oiga y regrese al valle en el que su silencio se impone ahogado por tantos gritos extraños? ¿Podré llegar a ser amigo de Jesucristo? Me detengo mirando el desierto. En hebreo se interpreta como lugar del habla. Es el desierto el lugar predilecto en el que Dios me habla. Piso el mismo desierto que Jesús pisó, aquí no hay duda: «El «desierto» escogido se encontraba frente a Jericó, en el lugar preciso en que, según la tradición, el pueblo conducido por Josué había cruzado el río Jordán»[1]. Por ese lugar entró el pueblo en la tierra prometida. Del desierto al vergel. De la carencia a la sobreabundancia. Del pecado a la gracia. Del rechazo al abrazo profundo. En el desierto recupero la calma. Lo necesito. Guardar silencio me salva. Siento que las prisas, el agotamiento de esta vida intensa no me hace bien para encontrar el silencio. Me detengo mirando el desierto. Y le pido a Jesús, mi amigo, que me hable y me diga algo. Lo más importante. Quiero que me llame por mi nombre, el nombre que Él me ha puesto. Quiero sobre todo que me diga que me ama con locura. Haga lo que haga. No le importa. Sólo quiere que note su abrazo, en forma de agua cayendo sobre mi alma, entre lágrimas, en medio de la soledad de ese beso hondo, de alma a alma. Mi vida es el lugar del habla, porque ahí es donde Dios viene a verme cada día. En medio de mis prisas y pausas, en medio de mis gritos y silencios, en medio de mis rutinas asfixiantes. Me gusta este Jesús amigo que viene a buscarme para decirme que soy el hijo más precioso, el predilecto, el escogido. La cascada de su amor me desborda. ¿Cómo podré vivir si no vuelvo continuamente a esta experiencia fundante? ¿Me habrá cambiado realmente el corazón en ese abrazo? Confío en que así sea. Confío en que podré volver a nacer definitivamente. Me da miedo vivir en la superficie de las cosas. Pero quiero cambiar y que el cambio sea para siempre, definitivo. Que deje de fijarme en cosas sin importancia. Que deje de darle valor a lo que no lo tiene. Que deje de mirar con maldad a mi hermano. Que deje de vivir juzgando y condenando. Que escuche más y hable menos. Que espere más con paciencia y no viva inquieto corriendo. Hoy escucho en labios del apóstol: «Hombre de Dios, busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre. Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna, a la que fuiste llamado». Quiero ser ese hombre de fe capaz de descubrir a Dios en todo lo que hago. En las cosas pequeñas de cada día. Un Dios oculto en los sencillos, no en los sabios ni en los entendidos. Me gustaría actuar siempre con justicia, con amor, con paciencia, con mansedumbre. Pero estoy lejos del ideal que se me escapa. Vuelvo al desierto cada día, al lugar del habla, donde Dios me habla y yo escucho. Demasiadas palabras cruzan mi cabeza, mi corazón. quiero conservar todo muy dentro para no olvidar nada. Lo más importante es lo que Dios me dice al oído cada noche, cada día. Guardo cada mensaje como lo más sagrado. ¿Será verdad todo lo que escucho? La vida se juega en momentos concretos en los que vuelvo a nacer desde la muerte, donde estaba perdido. En esos momentos en los que todo parecía fácil, pero no lo era. Y sé que nada volverá a ser mejor de lo que es si no recuerdo el sentido de mi vida. Quiero ser amigo de Jesucristo, seguir sus pasos, oír su voz. Y sé que no dejaré nunca de intentarlo.

¿Cómo hará Dios para ser fiel a su promesa? «El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos. El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos. El Señor guarda a los peregrinos. Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad». Miro a mi alrededor y siento la violencia, veo la injusticia, palpo el desprecio a los hombres. Siento que no puedo hacer nada. Dios no hace nada. ¿Dónde está ese Dios del salmo que salva a los cautivos y enaltece a los oprimidos y a los pobres? ¿Dónde habita ese Dios que rescata al huérfano, a la viuda, al abandonado? ¿Cómo lograr que se reestablezca el equilibrio que el mal ha roto en el corazón del hombre? Soy capaz de lo peor y de lo mejor. Puedo hacer el bien y el mal al mismo tiempo. Con mi mano derecha siembro semillas de vida, con mi otra mano de destrucción. El hombre rico de la parábola me recuerda quién puedo llegar a ser: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le lamían las llagas». Me puedo convertir en el hombre saciado, con la puerta cerrada, que no ve, no siente, no sufre. Hay en Jerusalén una antigua cisterna en la cual estuvo Jesús su última noche encerrado. Una prisión en la casa de Caifás previa al juicio definitivo y a su condena a muerte. En esa cisterna hay humedad, oscuridad, soledad. Se palpa el fracaso y el abandono. ¿Cómo podría hacer para sacar a Jesús de su sufrimiento? Su Madre estaría fuera aguardando, esperando, deseando tocar a su hijo, calmar su llanto, levantar su ánimo. Su Madre se sentiría impotente como yo. Porque yo tampoco logro sacar de su llanto a tantos que viven sumergidos en cisternas. Todos los que sufren cárceles injustas. Todos los que son condenados de forma injusta. Todos los que sufren la pobreza en su carne mientras yo vivo en la comodidad. ¿Cómo podré hacer yo para calmar el hambre de los que no tienen comida, para calmar el dolor de los que sufren, para sanar la enfermedad de los enfermos? ¿Cómo puedo tender mi mano desde lo alto de la cisterna para calmar la soledad del que vive encerrado? Quizás solo podré desde lejos muchas veces como María acercar mi oído a su dolor, y desde la distancia rezar, acompañar sin que sepan, sin que puedan oír mi voz que quiere calmarlos. Me siento inútil para calmar a nadie. Y también muy torpe para salir yo de la cisterna cuando me encuentro solo y abandonado. A veces soy yo Lázaro a la puerta del rico. No me ven, no saben que sufro. No comprenden que estoy solo. No han palpado mi sed de amor. No son conscientes de mi enfermedad que me duele. Me gustaría encontrar la paz en medio de la noche de esa cisterna de Jesús, en la casa de Caifás. Encontrar la luz en medio de la oscuridad impenetrable. Hallar la paz rodeado de gritos que parecen intentar sacarme de mi alma. Me cansan los gritos, las voces, los insultos, los empujones. Me duele la violencia de los que gritan junto a mí cuando yo intento guardar silencio. En mi interior, en mi exterior. Sigue doliendo la injusticia. Sigue siendo oprimente el mal de los que hacen el mal. No es que sean malos, simplemente optan por el mal cuando habían podido elegir hacer el bien. Pero yo siento que soy culpable. Paso delante de Lázaro, del que sufre, del abandonado y no lo veo. No entiendo que yo pueda hacer nada para restablecer ese orden divino que mi pecado ha roto. Quiero huir del que sufre, para no verlo y sentirme culpable. Abandono al que me pide dinero. Me excuso, me justifico, digo que no puedo hacer nada. ¿Acaso soy yo Dios? Me digo para tranquilizarme. Pero me siento como aquellos que describe el profeta Amós: «¡Ay de aquellos que se sienten seguros en Sion, confiados en la montaña de Samaría! Se acuestan en lechos de marfil, se arrellanan en sus divanes, comen corderos del rebaño y terneros del establo; tartamudean como insensatos e inventan como David instrumentos musicales; beben el vino en elegantes copas, se ungen con el mejor de los aceites pero no se conmueven para nada por la ruina de la casa de José». Creo que he recibido demasiado y no logro ayudar al que no tiene, calmar al que lo ha perdido todo, acompañar al que se encuentra solo y sin esperanza. No logro alegrar la vida del que llora y sostener al que ha perdido el rumbo. Me siento como un náufrago en un mar revuelto. No miro al fondo de la cisterna por miedo a ver el grito del que me grita suplicando ayuda. Prefiero no mirar, paso de largo, como si no me importara nada. No puedo detenerme a ayudar. Puedo crearme preceptos diciendo que son divinos sólo para protegerme, para salvarme yo sin importarme mucho la suerte de los demás. ¿Dónde está ese Dios que reestablece el equilibrio y permite que las injusticias acaben? Yo creo en ese Dios salvador. Creo en su poder y en su misericordia. Lo veo escondido en el dolor de los que sufren. Le pido a Dios la gracia de poder levantarme y mirar. Quiero ser su instrumento. Quiero ser sus ojos, sus manos, sus pies. No quiero dejar de ver a nadie que sufre en su dolor.

Sueño con el cielo, con la resurrección, con la vida. Y sé que Jesús ya ha vencido la muerte. Ya se ha entregado por amor a mí. En Getsemaní Jesús dio su sí, bebió del cáliz, no huyó de la realidad que lo rodeaba, no evitó el conflicto, no se defendió, no buscó que otros asumieran por Él la responsabilidad. Sabía que era la muerte el único camino. Una muerte y un sufrimiento que Dios mismo querría evitar. Pero Jesús no se escondió. Esa noche de Getsemaní tuvo tantos miedos humanos. Sabía lo que dolía la separación, dejar a sus amigos. Sabía cómo era el sabor amargo de la traición y del rechazo. Sabía que su amor podía caer en saco roto y perderse en la nebulosa de la vida. Tuvo miedo y sintió unas cadenas gruesas atarse a su alma. Como sujetando su vida más allá de la muerte. Y sudó sangre en una noche oscura dónde los ángeles bajaron a darle ánimo. Y sintió en su llanto un abrazo hondo, verdadero, definitivo. No iba a estar solo. Y una paz inimaginable invadió su pecho. Y sintió que todo tendría un sentido. Seguro, era inevitable. Cuando fue a despertar a sus discípulos era un hombre libre. Quizás por eso no se defendió ya nunca de nuevo. Calló cuando le preguntaban y reconoció cuando lo acusaban. Y se dejó matar. El odio parecía más fuerte esa noche de viernes santo. Como si nada pudiera detenerlo. Como si nada pudiera cambiar. María conservaría todo en su corazón y esperaría, segura de que todo saldría bien. Yo tengo noches oscuras en las que mis miedos son poderosos. Me impiden sonreír. Me fuerzan a encerrarme en mi mundo. Me vuelvo cobarde al sentir una cadena atenazando mi pecho. Y tengo miedo. No siento que el cielo pueda escapárseme de las manos. Me asusta mucho más mi presente en la tierra. Me da miedo sufrir hoy, ahora. Me asustan el fracaso y las derrotas. Temo la difamación y las acusaciones. Me da miedo retener y esclavizar a otros. Me asusta ser herido después de haber amado. Rechazado habiendo abrazado. Me dan miedo la soledad y el abandono. Y la tristeza honda que se pega al alma, la siento dentro. Tengo miedos confusos y miedos claros. Miedo a no lograr cambiar este mundo y hacerlo todo nuevo. Miedo a vivir sin ilusiones y sin deseos de cambio. Miedo a ser demasiado humano o demasiado del mundo. Miedo a perder el amor de Dios o a sentir que yo ya no lo amo. Miedo a desilusionarme de las personas, de los proyectos, de los sueños. Miedo a una vida llena de enfermedad y sufrimientos. Me asusta la angustia al notar en mi cuerpo el paso de los años. Lo entrego todo en Getsemaní, esa roca en la que Jesús dejó sus miedos y entregó su vida, amó a su Padre y se dejó consolar por los ángeles. Y más tarde, salió del huerto siendo un hombre libre encadenado sólo en el exterior. Porque no hay nada más peligroso que un hombre libre, alguien al que no se pueda someter y dominar. Jesús era un hombre libre. Un hombre íntegro. Un enamorado de Dios, su Padre y de los hombres. No desea mi mal, quiere que viva. Y que crea que todo lo que haga en la tierra tendrá su eco en el cielo. Hoy escucho la parábola del hombre rico que no quiere cambiar y el pobre Lázaro al que ignora. Cuando ve el resultado en la vida eterna de su vida en la tierra quiere avisar a los hermanos enviando a Lázaro a avisarlos. Pero no funciona así la vida: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto». Dios me habla de muchas maneras en la tierra. Claro que quiere que cambie. Lo importante es que mi corazón se asemeje al de Jesús. Que sea más humilde, más manso, más confiado, más misericordioso. Mi corazón puede ser como el de ese Hijo amado que entrega su vida por los hombres. Por eso le pido que inscriba mi corazón roto en su corazón herido. Y ponga su corazón roto en mi corazón herido. Quiero que Jesús me cambie por dentro, porque quiero ser su amigo. Nadie me convencerá para ser mejor. Ni aunque un muerto resucite y vuelva del cielo para contarme. No me basta. Pensaré que conmigo será diferente. Lo único que vale la pena es el amor. Sólo si amo y me siento amado por Jesús todo puede ser diferente en mi vida. Eso me consuela y me basta. Quiero dejar mi vida en las manos de Jesús en ese huerto lleno de olivos que me recuerdan el dolor de una noche santa y la luz de un día de Pascua. La última palabra no la tiene el mal. Es el amor el que siempre triunfa y eso me consuela. Abrazo los silencios de la noche de los olivos. Y tomo en mis manos la vida para ponerla en manos de Dios. Él la puede hacer de nuevo si le doy mi sí humilde y sencillo. Eso basta. Le entrego todos mis miedos. Y a cambio recibo su paz y su alegría.



[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

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