Homilía del padre Carlos Padilla - 26 de marzo de 2023

Domingo 26 de marzo de 2023 | Carlos Padilla

V Domingo Cuaresma

Ezequiel 37:12-14; Romanos 8:8-11; Juan 11:1-45

«Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, dice a sus discípulos: - Volvamos de nuevo a Judea»

26 marzo 2023 P. Carlos Padilla Esteban

«Cambiar es más fácil de lo que pienso. Hay tantas aristas en mi alma que pueden ser limadas. Tantas asperezas. Puedo vencer si me dejo ganar por el poder de Dios»

Lo peor que me puede pasar en esta vida es vivir anclado en la pereza. Dejar de luchar, de confiar en que puede haber algo mejor. Son esos momentos cuando ya no elijo las batallas que quiero pelear. Me conformo con la vida como es. Cuando pienso que no hay nada que cambiar en mi interior, en los que me rodean, parece que todo está bien, lo suficientemente bien. Cuando creo que me basta con ese pequeño bien que vivo cada día, con lo que he logrado, con lo que poseo. Cuando los días pasan sin que intente ser mejor, sin esperar, sin luchar. Cuando los demás avanzan y yo sigo quieto en mi lugar sin hacer nada. Cuando nada parece motivarme y no logro salir de mi desidia. Cuando las cosas me dan igual. Cuando no me tomo en serio nada de lo que hago. Cuando no pongo el corazón en las cosas que antes me motivaban, cuando era joven, cuando tenía sueños. Cuando no me importa si voy o no voy, si hago o no hago, si digo o callo. Cuando ya no lloro ni río, se han secado mis lágrimas, se han apagado mis risas. Cuando no me estremezco con cosas que antes me emocionaban hasta las lágrimas, cuando era más sensible y no había construido aún muros de protección en mi alma. Cuando no entrego todo lo que tengo en el corazón, sino que me lo guardo por miedo a que me hieran de nuevo y me hagan daño. Porque el amor es asimétrico, y si trato de que sea igual lo que doy a lo que recibo, acabaré dando menos, conformándome con un mínimo. Y si pienso que no será nunca igual, intentaré superar en generosidad a quien me ama, en una competencia por llegar al cien por ciento. Cuando no te digo te quiero, lo callo, por sabido, y por sabido lo acabo olvidando. Cuando no te grito te odio en mis enfados, ni en mis rabias. Y me guardo el rencor en rudos silencios que expresan un dolor callado, lleno de amargura. Cuando callo indiferente ante las cosas que pasan y no me tomo la vida como algo importante, algo que se decide en las decisiones que tomo cada día. Cuando no soy el que quiero ser, porque no me esfuerzo, no me lo tomo en serio, no lo pongo como una meta. Cuando dejo que el tiempo pase conformándome con una vida mediocre, demasiado pobre, demasiado vacía. Cuando no aspiro a las estrellas y siento que todo el cielo es oscuro y sin luz. En esos momentos creo que algo puede cambiar. Si me tomo más en serio mi vida. Si aprendo de los errores del pasado. Lo que no haga ahora nunca se hará. La persona que no visite no me conocerá. Aquella a la que no responda, no sabrá de mí ni yo de ella. Las montañas que no escale nunca me conocerán. Las palabras que no diga se quedarán sin voz. Las canciones que no entone no rasgarán el silencio. Los pasos que no dé se quedarán olvidados. El perdón que no entregue nadie lo recibirá. El abrazo que no dé se quedará perdido en el tiempo. Las horas que no aproveche se perderán sin fruto. La semilla que no entierre se pudrirá fuera de la tierra y quedará infecunda. El amor que no dé se acabará muriendo. El tiempo urge, y los días me enseñan que algo puede cambiar. Si me lo propongo dejando a un lado mi tendencia a la procrastinación. Esa actitud mía demasiado conservadora. Puedo innovar y ser creativo. Puedo acabar con mis egoísmos. Puedo crecer en mi capacidad de sacrificarme por ti. Sí, puedo hacerlo, puedo renunciar por ti, para que seas feliz, para que disfrutes el momento, para que te sientas amado por mí. De mí depende, de nadie más. Le puedo echar la culpa a las circunstancias o a las decisiones erradas que un día tomé. No importa. Siempre puedo empezar a luchar de nuevo. Elegir las batallas. Decidir lo que puedo hacer, lo que puedo dar, lo que no me quiero guardar para que se acabe perdiendo. Hoy tomo propósitos y los escribo. Con realismo. Sabiendo que después de decidir hay que ejecutar. De nada vale poner cosas bonitas en un papel. Hay que concretar los pasos que quiero dar. ¿En qué puedo mejorar? ¿Soy ya la mejor versión de mí mismo? ¿Puedo crecer en esas áreas de mi vida donde siento que estoy estancado? Hoy me he decido a seguir de nuevo a Jesús. Sólo Él tiene palabras de vida eterna y colma mi corazón. Sólo Él sabe lo que mi alma necesita. Lo sigo a Él con toda mi alma, sin miedo, sin reticencias, sin reservas. Se lo entrego todo para que haga mi vida de nuevo. Puede hacerla. Detengo mis pasos y pienso. ¿Hacia dónde voy? Sigo las estrellas que brillan en el firmamento confirmando mi sí de hoy.

Siempre hay alguien enfermo junto a mí. Siempre hay personas que sufren. Dolores que parecen incurables. Almas sufrientes incapaces de encontrar la paz: «Había un cierto enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y su hermana Marta. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: - Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo». Es fuerte la descripción del Evangelio. Lázaro era amigo de Jesús. Igual que Marta y María. Él amaba a los tres hermanos. No aparece una declaración de amor semejante en todos los evangelios. Los amaba. Está enfermo de muerte uno de ellos. Y aun así tarda en ir: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba». Los ama y no va al instante. Jesús había curado a tantas personas en su vida entre los hombres. Muchos de ellos fueron desconocidos que se acercaron a Él con fe en el camino. Fueron hasta Él y se postraron a sus pies. Creyeron en Él. Tuvieron una fe pura, grande o pequeña. No importa. Fue suficiente para ser sanados. Jesús, amando tanto a Lázaro, no va al instante. Cuesta creer que el cariño que le tiene no lo lleve a lanzarse en su ayuda. Me sorprende su dejadez, su pereza. Deja que Lázaro muera. Era más fácil curar a un enfermo que resucitar a un muerto. La enfermedad a mi alrededor siempre me conmueve. El dolor de los que sufren. Dios no parece hacer nada. Hay muchos milagros, muchas curaciones, personas enfermas que quedan sanas, vidas perdidas que son reencontradas. Algunos no. Y cuando es a mí a quien le pasa, me indigno. ¿Por qué yo? Cuando me toca a mí la enfermedad, o a un ser querido, no entiendo nada. Yo soy Lázaro, o Marta, o María. Soy de los elegidos, de los amigos de Jesús. Soy de los que han creído en su poder y lo han amado. La enfermedad me asalta y Jesús se demora, no llega, me enojo con Él. Ya no quiero ser de los suyos si a mí no me va a curar, no me va a sanar. En esta escena lo que uno espera es que Jesús haga algo por su amigo. Podría haberlo hecho antes. Como leía el otro día: «Creo en los actos cotidianos de valentía, en el coraje que impulsa a una persona a defender a otra». La amistad es el amor que me impulsa a defender a aquel a quien amo, a salvarlo en un gesto cotidiano, puro, único, heroico. Cuando alguien a quien amo se enferma, lo dejo todo y voy a acompañarlo en su dolor, a abrazarlo para que no se sienta solo. La enfermedad es un extraño que entra en la vida de una persona y lo cambia todo. Como decía Olatz Vázquez en su enfermedad: «Hay muchas cosas que la enfermedad me ha quitado en este año. Salud, obviamente; el lujo de despertarte y sentirte completamente bien. Trabajo y aspiraciones laborales, por lo menos a corto plazo; llevo un año viviendo en un eterno domingo. Kilos: diez en total». Perdió muchas cosas, ganó otras. Al final la enfermedad pudo con ella, pero no perdió nunca la esperanza y las ganas de luchar. Admiro tanto esa fe en la debilidad. Cuando fallan las fuerzas y me quitan todo lo que antes me parecía seguro. Admiro a los que luchan creyendo en lo imposible. Se reponen una y otra vez. Se enfrentan a la muerte y la desafían llenos de confianza. No sé si seré un día así en la enfermedad. Me gustaría mirarla cara a cara y decirle que voy a luchar hasta el final. Que algún día me vencerá, pero no ahora, no hoy. Esa es la actitud del que tiene fe en la vida. Quisiera vivir con paz la enfermedad. No como un enfermo sino como alguien que padece una enfermedad. No vivir poniéndome límites, sino aceptando los límites que la enfermedad me fuerza a vivir. Y dejándome ayudar por los que están a mi lado, que seguro serán los que más sufran. La enfermedad es parte de la vida. Estoy enfermo en algo de mi ser. Tengo enfermedades no diagnosticadas. Seguro que mi alma está algo enferma. Necesito la curación como Lázaro. Que Jesús venga a visitarme. Necesitaré decirlo, expresar que me hace falta la ayuda de los demás. No es fácil reconocer que no puedo valerme solo como antes. Que me hacen falta los otros. Que tengo límites que antes no tenía. La enfermedad me lastra. Pone cerco a mis fuerzas. Debilita mis decisiones que antes parecían firmes. No me importa, lucharé. Y al mismo tiempo pienso hoy en tantos enfermos que conozco. Admiro cómo algunos enfrentan su dolor y sus límites. Con alegría, con una sonrisa. No buscan mi compasión, sólo mi ayuda cuando les haga falta. No muestran que no pueden hacer nada, sólo dejan ver su vulnerabilidad cuando aceptan que la enfermedad ha puesto barreras que no pueden flanquear. Quiero estar atento a las personas enfermas junto a mí. Quiero visitarlas cuando más lo necesiten. Acompañarlas con mi cariño, con mi tiempo. Ofrecerme para ayudarlas cuando necesiten mi ayuda. Ser para ellos un motivo de alegría y esperanza. Quiero ir cuando sepa que están sufriendo para aliviar su pena y darles paz. Quiero compartir con ellos la esperanza que tengo en mi interior. Puede que no haya milagros ni curaciones para ellos o para mí. Sé que su vida puede ser mejor si estoy disponible, a su lado, para lo que quieran. No le tengo miedo a la enfermedad de mi hermano. Dios es capaz de sacar vida de la muerte, luz de la oscuridad, alegría de la pena.

En ocasiones me cuesta entender a Dios. Lo mismo les pasa a los discípulos que no entienden. Lázaro ha muerto y ellos piensan que Jesús va a Jerusalén a morir. Les dice que Lázaro está dormido y creen que es algo momentáneo, que está bien: «Jesús les dijo abiertamente: - Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero vayamos donde él. Entonces Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: - Vayamos también nosotros a morir con él. Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro». La resurrección de Lázaro es como el último empujón, la chispa definitiva que marca el final y el comienzo de todo: «Desde aquel día, las autoridades judías tomaron la decisión de matar a Jesús». Una resurrección es suficiente para buscar su muerte. Mejor que muera un hombre solo para salvar a todo un pueblo. Lo deciden por miedo a perder lo que poseen. Por el deseo de conservar el bien de la comunidad. A mí también me asusta perder lo que tengo. Me inquieto ante las amenazas. Jesús era una amenaza para los que no entendían la novedad de su mensaje. Una salvación para todos los pueblos. Un mensaje de amor por encima del odio. Una misericordia que va más allá del cumplimiento estricto de la ley. Los fariseos sólo tienen miedo. Y también los discípulos. Aquellos que han visto tantos milagros. Ellos no quieren perder la cercanía física de Jesús. No quieren que muera y perderlo todo, su status, su seguridad. No desean la soledad sin Jesús. Por eso no quieren volver a Jerusalén: «Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vuelves allí?». Lo querían apedrear, lo querían despeñar por un barranco en Nazaret, buscaban su muerte y Jesús vuelve a Jerusalén. Me conmueve el miedo de los discípulos. Temen por su propia suerte, por la de Jesús. Saben que es peligroso y aun así están dispuestos a morir con Él. Es bonita esa actitud. Luego se verá que no es tan firme su voluntad y huyen cuando todo se pone difícil. Les falta fe, es pequeña la fe que tienen. Le han pedido a Jesús que les aumente la fe, pero sigue siendo pequeña. A diferencia de la fe de Marta: «Le dice Jesús: - Tu hermano resucitará. Le respondió Marta: Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día. Jesús le respondió: - Yo soy la resurrección El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto? Le dice ella: - Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo». Me impresiona la fe de esta mujer. No duda, no teme. Ella ha puesto su confianza en Jesús y no la va a perder. Sabe que todo será a través de Él. ¡Cuánto lo ama! La fe y el amor van de la mano. Creo en aquel al que amo. Y dejo de creer en aquel al que ya no amo. Los desengaños que debilitan el amor acaban también con la fe. ¿Cómo es mi fe de pura, de grande? Creo en Jesús sobre el papel, pero luego tengo miedo y dudo. Y surgen las preguntas que también tiene Marta: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá». La fe no oculta la pena. Si Jesús hubiera llegado antes, es verdad, no hubiera muerto. Es un reproche. Aun así, cree más allá de la muerte. Esa fe es la que necesito cuando me hiere la enfermedad, el dolor, o la muerte de mis seres queridos. No espero el milagro que lo solucione todo y acabe con el mal que no soporto. No quiero que la enfermedad me lleve a la muerte. ¿Tendré fe cuando un ser querido pierda la vida? Me conmueven unos padres que han perdido un hijo. Me impresiona su fe, su altura de alma, su integridad. No sé cómo hubiera reaccionado yo en su lugar. Ellos lo hacen con la fe de Marta. Saben que es su amor el que los sostiene. La cruz es horrible, el dolor en el alma, pero confían. No porque crean que un milagro les devolverá la vida de su hijo. Sino porque saben que sólo Dios saca bien de un mal y es el único que puede consolarme cuando estoy desolado. Esa fe es la que necesito. No la fe en que todo va a salir como yo espero, cumpliendo mis expectativas y haciendo posible lo que ahora está trabado. Una fe más bien en un Dios que no se desentiende de mi vida aun cuando me parezca que llega tarde y no soluciona los momentos difícil como yo creo que es bueno que lo haga. Porque la vida siempre es mejor que la muerte y la paz que la guerra, y el amor que el odio. Jesús no cambia la realidad siempre con milagros. La mayor parte de las veces el milagro más grande es el que puede suceder en mi corazón. Él puede lograr que tenga paz, que viva el consuelo de su mano en mi alma, que experimente su cercanía cuando más triste me encuentre. Y así me identifico con esa Marta, que hubiera deseado otra cosa, pero en ese momento siente que su fe es más grande. Ella declara lo que muchos no son capaces de decir ni siquiera al ver milagros maravillosos. Ella, la amiga de Jesús, su amada, se levanta de su dolor para reconocer que Jesús es el Mesías, aun cuando cree en ese momento que realmente ha llegado muy tarde porque Lázaro lleva ya cuatro días muerto y ya huele, como ella le dice: «Señor, ya huele; es el cuarto día». No cree necesario levantar la losa. ¿Para qué? Ya está muerto. Cree en la resurrección al final de los tiempos. Cree en la vida que trae el verdadero Hijo de Dios que es Él. Todavía no cree en el poder de Dios que será capaz de devolverle la vida a Lázaro. Me impresiona la fe de Marta. La mía la veo condicionada muy a menudo. Si Dios hace lo que me conviene, creo en Él. Si actúa como es debido, como a mí me gusta, todo está bien y creo en Él. ¡Cuántas veces dejo de creer en su poder cuando ante mí se muestra impotente! Me falta fe. Necesito la pureza de la fe de Marta que no cae en el desaliento, no deja de creer.

Marta y María amaban a Jesús. Un día apareció en sus vidas y las cambió para siempre. Al llegar Jesús a Betania, la aldea en la que vivían, se emocionan y salen a su encuentro. Primero una y luego la otra: «Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al encuentro, mientras María permanecía en casa. Fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído: - El Maestro está ahí y te llama. Ella, en cuanto lo oyó, se levantó rápidamente, y se fue donde él. Jesús todavía no había llegado al pueblo; sino que seguía en el lugar donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con María en casa consolándola, al ver que se levantaba rápidamente y salía, la siguieron pensando que iba al sepulcro para llorar allí. Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies y le dijo: - Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó». Jesús sufre con ellas. «Jesús se echó a llorar». Se emociona al ver su dolor y al ver la tumba de Lázaro, el lugar donde lo habían puesto: «¿Dónde lo habéis puesto? Le responden: - Señor, ven y lo verás». Las lágrimas de Jesús me impresionan. Sufre con el que sufre, llora con el que llora, ríe con el que ríe. Es empático y se pone en el lugar del otro, en lo que está viviendo. Es bonita esa relación de amor entre los tres. Sabemos que en otro Evangelio se describe cómo Marta servía y María permanecía a los pies del Maestro. Dos formas de amar, de estar con Jesús. A las dos les cambió la vida totalmente. Ese amor tan grande que recibieron, el amor tan grande que dieron. El otro día leía una descripción del amor que vale para lo que ellas vivieron: «Annie tenía una teoría de lo más curiosa: todos contamos con un Momento Crucial alrededor del cual gira el calendario de nuestra vida. Llega un día en el que conoces a alguien que se vuelve tan importante para ti, tan revolucionario, que diez, veinte o sesenta y cinco años después echas la vista atrás y caes en la cuenta de que podrías dividir en dos tu existencia. Antes de que esa persona apareciera (a. P.) y después (d. P.). Y ya tendrías listo tu propio calendario gregoriano». Para estas dos hermanas, también para Lázaro, hubo un antes y un después. Jesús fue un parteaguas en sus vidas. Trastocó sus planes, hizo que se llenara de vida su camino. Un día apareció y lo amaron. El amor que vivieron a su lado justificó el dolor de su muerte. Es lo que pasa, de repente aparecen personas en mi vida que demandan todo mi amor, toda mi entrega. Y me vacío por ellos. Si un día esas personas faltan, ya no estaré vacío, porque habrá merecido la pena amar de esa manera. El amor que recibo, el amor que doy lo justifica todo, también la ausencia cuando llegue. Por eso la alegría del amor que vivo ahora, de la consolación que encuentro, es parte ya del dolor que tendré un día, en la partida, en la ausencia. Y el dolor por lo que no poseo, forma parte también del amor que un día viví, de la felicidad que me fue concedida. El amor entre los hermanos, el amor de ellos con Jesús tiene un sentido. En el presente que lo disfrutan y luego cuando sean testigos de su muerte y de su resurrección. Habrá merecido la pena amar de esa manera. Eso me conmueve. Jesús llega a mi vida y me ama. Y yo salgo corriendo cuando viene a mi encuentro. Le echo en cara su tardanza, como Marta y María. Le digo que no estoy de acuerdo, que podía haber llegado antes. Pero mi amor es más fuerte, va más allá de la carne que toco, es para siempre. Ya nada podrá ser igual en sus vidas con la partida de Jesús. Nada será como hasta ese momento. Vivir unidas a Jesús las cambió en lo más íntimo. Su forma de servir fue diferente. Su forma de escuchar también. Creo que no puedo cerrar el corazón para no sufrir. No me ayuda, no me calma. La sed sigue dentro. Estaré protegido por muros. Pondré distancias para evitar el sufrimiento. Dependencias enfermizas, vínculos que me hieran cuando falten. El tiempo no importa, lo que cuenta es el momento que vivo, ese instante sagrado en el que soy yo el que ama y yo el que es amado. Me fascina ese Jesús que ama a Marta, a María y a Lázaro. Los ama en plenitud. Los ama como son. No quiere cambiarlos. Con ellos pasa los ratos de paz. Betania es el símbolo del descanso. En esa casa Jesús puede descansar. Allí no se defiende de nadie. Allí no se pone ninguna máscara, si es que Él tuvo alguna. Allí es Jesús, el hombre que es Dios. Hay personas que me llevan a Dios, no porque siempre me hablen de Él, sino porque lo trasparentan, lo llevan muy dentro, es el dueño de sus almas. Y entonces su forma de amar, de vivir, de mirar, me evoca la forma como Jesús lo hace. Él ama en ellos, me ama a través de sus gestos de amor. Jesús era así. Y también lo serían los tres hermanos, los amados de Jesús, sus amigos. Ellos tienen algo de Él en su mirada, en sus palabras y silencios.

Jesús quiere manifestar el poder de Dios. Se acerca a la tumba de Lázaro con dolor. Sabe lo que dice el profeta: «Por eso, profetiza. Les dirás: - Así dice el Señor Yahveh: He aquí que yo abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestras tumbas, pueblo mío, y os llevaré de nuevo al suelo de Israel. Sabréis que yo soy Yahveh cuando abra vuestras tumbas y os haga salir de vuestras tumbas, pueblo mío. Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestro suelo, y sabréis que yo, Yahveh, lo digo y lo hago». Él me resucitará para la vida eterna. Me salvará de la muerte definitiva. Y vencerá en mí. Jesús quiere mostrar en Lázaro aquello a lo que estoy llamado. Una vida en plenitud: «Quitad la piedra. Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: - Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado. Dicho esto, gritó con fuerte voz: - ¡Lázaro, sal fuera! Y salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dice: - Desatadlo y dejadle andar». Estaba muerto y vuelve a la vida. Estaba perdido y es recuperado. El amor de Jesús es más fuerte. Vuelve para una vida temporal. Cuando vuelva a morir esperará la vida definitiva. Jesús lo hace para que crean. Para que yo crea. Me impresiona siempre este momento justo antes de su muerte. Porque no todos creen en Él, algunos quieren matarlo, porque es molesto, porque incomoda. La resurrección de un hombre muestra un inmenso poder. Salva a Lázaro pero luego no podrá salvarse a sí mismo. Conocí a una persona que me decía: «A mí Dios siempre me hace caso cuando le pido cosas buenas para los demás. No puedo pedirlas para mí. Es para otros. Y entonces me escucha». Pedir por los demás, rezar para que otros tengan vida. En ocasiones vivo pensando en lo que yo necesito, quejándome, protestando porque la vida es injusta conmigo, sólo conmigo. Vivo molesto con las cosas que me pasan y le pido a Dios que me socorra. Luego pido por los otros, cuando me queda espacio en el alma para pensar en alguien que no sea yo. Mi egoísmo es fuerte. Por eso me conmovió esa persona que nunca pedía para que Dios la salvara a ella, la resucitara de su muerte. Siento que la losa de mi egoísmo es muy fuerte, como la de la tumba de Lázaro. Una losa lo cubría y ya olía. La muerte huele, apesta. La muerte en mi corazón también huele. Hay cosas dentro de mí que huelen mal, no tienen buen olor, no me hablan de vida sino de muerte. Quiero escuchar hoy la voz de Jesús: «Levántate, sal». Alguien tendrá que correr la losa que me cubre. Necesito a alguien que empuje la piedra, que libere mis cadenas, que me saque de mi encierro. Huele mal al estar encerrado, replegado sobre mí mismo. h¡Hoy escucho: «Si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia. Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros». Si Cristo habita en mí tendré vida y saldré de mi tumba, la dejaré vacía. Volveré a la vida. ¿Qué cosas son las que no me dejan crecer y ser libre? Mi pecado, mi pobreza. Me atan a la tierra y no me dejan volar más alto. Encerrado bajo una losa no puedo caminar, ni salir, no puedo escaparme. Me duele la muerte. Pienso en todo aquello que no me da vida. El otro día leía: «El dramaturgo Christopher Fry dice: - La vida es una hipócrita si no puedo vivir a la manera en que me mueve a hacerlo». Yo quiero vivir en plenitud, quiero vivir amando hasta el extremo, quiero vivir superando los límites impuestos. Quiero vivir con el alma amplia, honda y libre. Si no puedo vivir así, quiere decir que estoy atrapado en la muerte, bajo una losa que me cubre sin remedio. Pienso en todas las cosas que me pesan. El miedo al fracaso, a recibir heridas, al rechazo, al abandono. El miedo a la soledad, a la muerte lenta, al olvido. El miedo a perder la vida, las capacidades, sin hacer lo que realmente quiero hacer, intentando colmar los deseos de los demás. El miedo a todo lo que me envenena. El miedo a todo lo que no me da vida. ¿Qué cosas son las que me hacen vivir? Pienso en todo lo que me alegra, me llena de ilusión, le da sentido a lo que hago. ¿Qué sentido tiene la vida? «Ellas eran la prueba de que lo que determina nuestras vidas no es tanto lo que nos pasa sino lo que hacemos con eso que nos pasa». La muerte tiene que ver con la mirada enferma con la que veo las cosas que me suceden. Me paraliza mirar de esa manera. No encuentro la paz que necesito y me estanco. No puedo avanzar porque no vivo con paz en las cruces que llegan a mi corazón. Esa mirada de muerte no me salva, me condena. Quisiera tener una mirada nueva, resucitada, salvada. Quiero salir de la oscuridad de mi propia tumba en la que vivo, en la que muero. Quiero salir y necesito que Jesús pronuncie con fuerza mi nombre y me llame desde fuera gritándome: «Sal de tu soledad elegida, de tus miedos enfermizos que te encadenan, de tus carencias que te limitan y bloquean. Sal de lo que no te deja ser tú mismo tratando de contentar a otros sin lograrlo, porque nunca será suficiente lo que hagas por ellos, nunca bastará tu entrega. Siempre querrán más y no podrás dárselo». Sí, siempre estaré en deuda con sus expectativas. Confío en su voz y salgo.
Este domingo aumenta mi fe. La resurrección de Lázaro es un signo de esperanza tan fuerte que me permite creer más de lo que creo: «Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en él». ¿Qué hace falta en mi vida para que aumente mi fe? Creer en mí, creer en el poder de Dios, en su amor por encima de todo lo que me pasa. La cuaresma es un tiempo para que aumente mi fe. Es un tiempo de cambio en mi alma. Dios viene a verme, pasa por mi vida, se detiene a levantarme, a llamarme. Recorro cada día de estos cuarenta días de desierto buscando la esperanza de su mirada. Puede salvarme, puede llevarme y hacer que vuele por encima de todos mis miedos y resistencias. Puede hacerme capaz de tantas cosas para las que me siento incapaz de actuar ahora mismo. Puede quitarme el enojo cuando me falta la paz. Puede devolverme la alegría cuando me invade la tristeza. Puede hacerme generoso cuando me muestro egoísta. Puede salvarme cuando esté perdido, logrando que encuentre el sentido de mi vida. Puede aumentar mi fe para creer en los imposibles. No es tan fácil vivir sin paz y Jesús puede hacer posible que recupera la paz perdida. En la cuaresma me doy cuenta de mis límites. No puedo acompañar a Jesús cuando sufre. Me siento tan perdido como los discípulos. Quizás yo, al igual que ellos, deseo una vida feliz, sin problemas, sin complicaciones. Una vida exitosa en la que nada se interponga en mi camino. Quiero la victoria, no la derrota. Y me asusta el olor a muerte. Como Lázaro, que llevaba ya cuatro días muerto. Me asusta el olor de mi pecado, de mi abandono. Este tiempo me recuerda que puedo ser mejor, puedo cambiar, puedo hacer las cosas de una forma diferente para lograr lo que deseo. En eso consiste la vida, en luchar por ser mejor persona. En gastar mis días sabiendo que puedo avanzar sin detenerme. Decía el P. Kentenich : «Tal vez quiere decirme: ¡Un momento, algunas veces eres terriblemente duro en tu vida! ¡Atención, tienes que superar la dureza también en tu persona! ¿Cuántas personas han sufrido ya a causa de tu dureza?». Soy duro y reacciono con dureza. No trato a los demás con misericordia. No soy manso ni humilde de corazón. Puedo estallar en mi rabia contra los que no actúan como yo espero y no se comportan como yo deseo. La cuaresma es un tiempo de conversión. Puedo convertirme en alguien mejor. Puedo superar todos mis miedos y límites. Puedo reinventarme y lograr que lo que no me gusta en mí mejore. Me miro con misericordia porque sé que Dios lo puede hacer posible, yo no puedo vencer en mí, yo no puedo lograr que mi vida sea mejor. Me gustaría inventarme ese camino. Me gustaría hacerlo con mis propias fuerzas. El camino consiste en dejarme hacer por Dios. Docilidad, humildad, positividad, alegría. Es todo lo que quiero cuidar estos días antes de la Semana Santa. Quiero preparar el corazón para tener el coraje de besar la cruz. La de Jesús en el madero, la besaré cuando llegue el Viernes Santo. Y ante todo mi propia cruz, el madero que me pesa en las espaldas. El dolor con el que cargo. La angustia que me oprime el pecho. Jesús puede hacerlo todo nuevo en mí. Puede vencer cuando yo sea el que pierde. Puede reinar en mí cuando yo no quiera ser sometido por nadie. Puede lograr que la vida me parezca mucho mejor de lo que es. Cambiar es más fácil de lo que pienso. Hay tantas aristas en mi alma que pueden ser limadas. Tantas asperezas. Puedo vencer si me dejo ganar por el poder de Dios. Puedo liberarme si Jesús rompe todas mis cadenas. Me hace fuerte en la tentación y frágil como para reconocer la necesidad de un amor más grande en mi vida que me sostenga. Espero dentro de mi sepulcro a oír su voz. Quiero vivir así estos días previos a la resurrección. Con paz, sin miedo, sin dejarme llevar por la angustia. Sin pensar que la vida se me escapa entre los dedos. Hay tiempo y Jesús puede resucitar en mí, vencer en mi muerte, acabar con mi olor a pecado. Puede hacerlo porque para Él nada es imposible. En su poder creo y confío.

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