Homilía del padre Carlos Padilla - 15 de octubre

Domingo 15 de octubre de 2023 | Carlos Padilla

Domingo XXVIII Tiempo Ordinario

Isaías 25:6-10; Filipenses 4:12-14, 19-20; Mateo 22:1-14

«Mirad, mi banquete está preparado, se han matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a punto; venid a la boda»

15 octubre 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Dios me abraza sin exigirme nada más, sin pretender mi cambio inmediato. Me hace una fiesta cuando no lo merezco, nunca es suficiente mi amor para merecer algo a cambio»

Hay mucho miedo al compromiso. Un miedo a fallar, a no hacer las cosas bien. Quizás por eso es mejor no decir que sí, no comprometerse a hacer algo que luego puede ser imposible. ¿Y si falla el ánimo y el corazón se desilusiona? ¿Y si la pasión inicial se convierte en tedio y desidia? Da miedo vivir así, con la sensación de no estar a la altura. Nunca es suficiente, nunca es bastante. Es como si el amor que pongo no fuera el que me exigen. Entonces me desanimo, no puedo, no sé, no lo logro. ¿Cómo se hace para amar hasta el extremo? ¿Cómo puedo llegar a las alturas que un día soñé como posibles? Parecen imposibles. Caído de bruces en el lodo pienso que estaba errado. Era imposible llegar tan lejos. Me hice ilusiones vanas. Era un deseo enfermo que no se pudo concretar. Me duele el alma al pensar en todo lo que puedo hacer si me esfuerzo. No lo hago, no me esfuerzo lo suficiente. ¿Es posible responder a todo lo que me piden? Exigencias el mundo, de la vida. No de Dios, quizás sí de mí mismo. Como si hubiera alguien escondido en mi propia alma gritándome lo que debo hacer. Por eso rehúyo el compromiso. Mejor decir que no, que es muy difícil, que no lo conseguiré. No quiero prometer lo que no me siento capaz de dar. Miedo a atarme, a vincularme para siempre. ¿Y si me canso? ¿Y si se acaba el amor y la vida me tienta con otros caminos? Son huidas muy humanas porque asusta decir que sí para siempre. ¿Quién es capaz de algo tan imposible? Aun así cada vez que me miro en silencio descubro un deseo de eternidad dentro de mí que no es efímero. No es pasajero el deseo de cielo que me habita. Y cuando amo siento la necesidad de amar sin pausa, más allá de la vida que contemplo. ¿Cómo se puede concretar una eternidad en el presente? El ahora pesa como una losa. Cuando estoy triste y paso por algo difícil, el presente es lento, un día es un mes, un mes un año. Voy braceando, tratando de llegar a la superficie. Cuando estoy feliz y lleno, el tiempo se escapa entre los dedos y los días parecen horas. Quiero prometer lo que no puedo. Quiero hacerlo aunque falle. Es más importante ser fiel a mí mismo y a esa necesidad de cielo que vive dentro de mí. No me engaño cuando te digo que te amo para siempre. Luego me echarás en cara que he fallado, que no he estado, que hui. Puede ser, no lo niego. Pero fue genuino mi deseo expresado. Fue valiente mi amor que quiso entregarse sin límites, sin barreras. Me gustan las palabras que les dijo el Papa Francisco a los jóvenes durante la JMJ en Lisboa: «No nos volvemos luminosos cuando mostramos una imagen perfecta, bien prolijitos, bien terminaditos; no, no, aunque nos sintamos fuertes y exitosos. Fuertes y exitosos, pero no luminosos. Nos volvemos luminosos, brillamos, cuando, acogiendo a Jesús, aprendemos a amar como Él». No soy luz cuando todo me sale bien, cuando triunfo y tengo éxito. Es algo distinto el amor y esa necesidad de eternidad que amaga con brotar de la tierra virgen que hay en mi corazón. Me comprometo de nuevo con el Dios de mi historia. Ese Dios fiel que me ha llevado hasta el final de mi camino. Me ha dado la vida y me ha hecho pensar que puedo dar más de lo que tengo. Locuras de juventud. ¿Cómo podré amar bien y de forma madura siendo tan débil? La fragilidad del corazón me conmueve. ¿Cómo llegaré al final de mis días fiel a mí mismo y a lo prometido? Vanidad de vanidades, sólo Dios hace posible mi camino, sujeta en sus manos mi alma y me pide que confíe, que luche, que dé la vida. Creo en un amor más grande que yo mismo. Un amor sin límites al que aspiro, con el que sueño noche y día. No quiero dejar de esperar lo imposible, lo eterno, no me conformo con la mediocridad de días grises. No me meto en los moldes en los que me arrincona la vida convenciéndome de la imposibilidad de mis quimeras. Dios es mucho más grande que mi carne humana caída. Él cree en mí. ¿Por qué entonces me cuesta tanto creer en la bondad de mi vida? Miro sonriendo a Dios en mitad de mis luchas. Convencido de que sonríe incluso, más aún, cuando me dejo llevar y peco, y caigo. Y mi amor, en lugar de un amor generoso, es un amor mezquino que se busca a sí mismo. Dios lo puede hacer posible. Ese deseo mío de dar la vida hasta el último día de mi camino. No importa lo que cueste. Lo entrego todo muy convencido. 

¿Cómo se puede comprar la felicidad? ¿Quién la vende? ¿Cuánto cuesta ser feliz toda la vida? ¿Qué precio tiene? ¿Es posible encontrar la paz sin esfuerzo y sin renuncia, sin sacrificar nada? ¿Acaso no hay rebajas para poder ser feliz y no tener nunca preocupaciones? ¿Es posible comprar un abrazo, un beso, o una sonrisa de aquella persona a la que amo? ¿Cómo se compra el amor inmerecido, cómo logro que me correspondan? ¿Tiene precio esa alegría que veo en algunos y deseo para mí? ¿Cómo consigo que desaparezca la rabia cuando la siento? ¿Cómo evito la envidia y las comparaciones? ¿Cómo se coleccionan momentos de paz y serenidad en la vida que le den un suelo firme sobre el que caminar a mi ánimo? Se me acaban las respuestas. No sé cómo se hace para meter el mar dentro del pozo de mi alma. No cabe todo el agua del mundo dentro de mí. Enseguida me siento hastiado, vacío o lleno de cosas tan fútiles que me quitan la alegría. Es la paradoja de tenerlo todo sin tener nada. O la de vivir sin nada poseyéndolo todo. El amor inmerecido que recibo es el más caro del mundo, no hay dinero que pueda pagarlo. Da satisfacción el hecho de saber que mi vida tiene un sentido muy claro, un rumbo, una meta. Recuerdo con nostalgia los momentos de felicidad que he recogido en mi memoria de niño para no olvidarlos. No sé bien cómo se hace para construir un mundo mejor del que ahora veo. Dios me dice que tengo que intentarlo una y otra vez, cada mañana, me canso. Aunque sea lo único que haga en toda mi vida. Tengo que mirar a las estrellas sin desanimarme. Tengo una misión concreta a la que Dios me invita. Como decía el Papa Francisco en la JMJ de Lisboa: «Amigo, amiga, si Dios te llama por tu nombre significa que para Dios ninguno de nosotros es un número. Es un rostro, es una cara, es un corazón». No soy un número de una lista interminable de números. No soy uno más, perdido en la memoria. Vivo con un camino único, el mío. Desde mis talentos y defectos Dios me dará lo que más necesito. Me mostrará la ruta de mi felicidad. Porque no se compra lo importante con dinero. Todo lo que tengo es obra de Dios en mí. Sin menospreciar mi pequeñez. Sin quererme menos por ser débil y torpe. Me quiere feliz, pleno, confiado, lleno de esperanza. No puedo comprar nada de lo que de verdad importa. Las cosas que valen la pena son gratuitas, no tienen precio. No todos tienen un precio. Presionar a alguien para que haga lo que deseo no es el camino al que Dios me invita. Las cosas intangibles no se pueden retener. Son un don que recibo para la misión que tengo. La paz, la alegría, la esperanza, el amor. No puedo llegar a la meta si alguien más grande que yo no pone su fuerza en mi interior. Mis errores me pesan, son una losa con la que camino. Pero el amor de Jesús me lleva más allá de mis límites. También comentaba el Papa Francisco: «Caminar y, si uno se cae, levantarse; caminar con una meta; entrenarse todos los días en la vida. En la vida, nada es gratis. Todo se paga. Sólo hay una cosa gratis: el amor de Jesús. Entonces, con esto gratis que tenemos —el amor de Jesús— y con las ganas de caminar, caminemos en esperanza, miremos nuestras raíces y vayamos adelante, sin miedo. No tengan miedo». No quiero vivir con miedo a dar la vida. Merece la pena amar hasta el extremo. Perdonar siempre. Sufrir con el que sufre. Ayudar al que necesita mi presencia. Olvidarme de mí mismo para pensar en los demás. En las derrotas no desanimarme. En los fracasos no perder la cabeza. Caer es humano y levantarse es obra de Dios en mí que saca fuerzas de mi flaqueza. Tengo algo que dar muy concreto. Mi forma de ser y de amar es única, no quiero olvidarlo. La huella que dejo tiene el tamaño de mi pie. Nadie más puede tener la misma horma. Por eso no le tengo miedo a la vida. El futuro incierto no me quitará nunca la paz. Me entreno todos los días de mi vida. Me esfuerzo por estar a la altura de lo que yo mismo espero de mí. No tengo miedo y sigo luchando. Mis raíces me sostienen, mi pasado es sagrado y todo lo vivido me ha hecho como soy. Habrá cosas de mí que no me gusten. No me asusta pensar que las dificultades formarán parte de mi vida. Siempre habrá motivos para seguir creyendo incluso cuando nadie más crea en mí. Me gustan los desafíos que me obligan a hacer cosas que nunca me había atrevido. No voy a obtener resultados diferentes si no hago las cosas de otra manera. Perder la esperanza es lo último que Dios quiere de mí. Me mira con ternura. Me muestra un universo ante mis ojos. Si yo no sigo luchando nadie lo hará por mí. La felicidad es un don que se me da como consecuencia de mi entrega. Tener el alma vacía es muestra de mi falta de fe. Quiero tener el corazón lleno de personas, de encuentros llenos de alegría y de Dios. He aprendido a desandar caminos que no me llevaban a ninguna parte. He descubierto en el mar la vida que me faltaba. Sé hacia dónde tengo que ir. Y no me aparto de la ruta marcada en mi corazón. Nada es gratis y a la vez nunca podría comprar lo importante con todo el dinero del mundo. Los éxitos materiales son pasajeros. El éxito más importante de mi vida sería llegar al cielo y tocar a Dios. Dejar que su abrazo me dé esa felicidad que he perseguido durante toda mi vida. No me obsesiono con cosas sin importancia. Les quito peso a las desgracias. Valoro todo lo que Dios ha puesto a mi alcance para que tenga una vida plena. Luchar, confiar, esperar, no dar nunca la batalla por perdida. Eso espero.

La alegría que viene de Dios se hace carne en mi interior y echa sus raíces. Es la alegría serena del que no ha puesto su confianza en las cosas del mundo. Todo pasa. La vida es caduca aquí en la tierra. Luego vendrán el cielo y esa paz eterna de saber que las cosas descansan en el corazón de Dios. María tiene su alma unida a Dios para siempre. En Ella habita el cielo. Así lo comenta el Papa: «La alegría de María es doble: ella acaba de recibir el anuncio del ángel que iba a recibir al Redentor y también la noticia de que su prima está embarazada. Entonces, es curioso: en vez de pensar en ella, piensa en la otra. ¿Por qué? Porque la alegría es misionera, la alegría no es para uno, es para llevar algo. Esa alegría que vino por esas raíces es la que nosotros tenemos que dar, porque nosotros tenemos raíces de alegría. Y también nosotros podemos ser, para los demás, raíces de alegría. No se trata de llevar una alegría pasajera, una alegría de momento. Se trata de llevar una alegría que cree raíces»[1]. María está llena de Dios. Se sabe feliz y no teme las contrariedades del mundo. Toma riesgos imposibles. Se pone en camino recorriendo trescientos kilómetros en caravana para ayudar a su prima Isabel. Sale de su comodidad, de la seguridad. Está feliz y no puede contenerse. La alegría es difusiva, igual que el bien. Se extiende como el agua de un río, desbordando el cauce. Una persona alegre no es alguien contenido. No está en tensión, no vive agobiado por la vida. No tiene miedos irracionales. Ha puesto su confianza en Dios y descansa en Él. Me gusta esa alegría que nadie me puede quitar. Esa felicidad me hace exclamar con el apóstol: «Sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre; a la abundancia y a la privación. Todo lo puedo en Aquel que me conforta». Dios me conforta y por eso nada temo. Me gusta esa mirada sobre la vida. No vivo con angustia. No vivo encerrado en mi mundo por miedo a que me suceda algo terrible. ¿De qué depende mi alegría? ¿Dónde están escondidas las fuentes de mi alegría? ¿Qué cosas me hacen feliz? Pienso en esas cosas que me dan felicidad. Estar con esa persona que me da paz. Dormir sin preocupaciones. Pasear por la playa sin pensar en el mañana. Ir en bicicleta sin un rumbo fijo por caminos llenos de hojas caídas. Escuchar esa música serena que me llena de paz. Sentarme en un banco frente a un acantilado para mirar el mar. Compartir una cena con personas queridas ante las que no tienes que ser de una determinada manera. Viajar a lugares desconocidos, nuevos, remotos con alguien, o solo. Leer un libro lleno de mensajes de esperanza que acaba bien. Soreír, sostener, soñar. Perderme por lugares preciosos con las personas que quiero. Descansar al final del día después de haberlo dado todo por amar. Ver una película con aquellos que me llenan el alma. Abrazar sin retener a nadie. Reír sin motivo. Confiar. Hablar bien de alguien sin que me hayan preguntado. Contar un cuento con un final feliz. Escribir sin tener en cuenta quién va a leer lo que escriba. Quedarme en silencio ante Dios en ese lugar sagrado que está lleno de su presencia. Subir a lo alto de un monte y descansar mirando el camino recorrido. Esforzarme por llegar a la meta y reír, aun cuando haya llegado el último. Perder el tiempo sin pensar que tengo que ser productivo. Apreciar la belleza de una tarde llena de nubes que amenazan con tormenta. Sentir la cercanía de esas personas que me aprecian por lo que soy, no tanto por lo que hago. Soñar con una vida mejor de la que llevo pero feliz con lo que vivo. Puedo ser siempre más, eso me alegra. Me alegran los días de sol y los de tormenta. Me hacen sonreír las victorias y en las derrotas no pierdo la calma. Si tengo mi corazón puesto en Dios soy más flexible en la vida y acepto con más tranquilidad todas las contrariedades. No le tengo miedo al futuro, no puede hacerme daño. Salgo de mi casa a compartir la alegría que tengo. Ojalá nadie se alejara de mí sin tener el alma más llena, más feliz. Mi alma descansa en el amor de Dios, su presencia me llena: «Ahí tenéis a nuestro Dios: esperamos que nos salve; éste es el Señor en quien esperábamos; nos regocijamos y nos alegramos por su salvación». La alegría de María está fundada en la promesa de Dios. Está llena de gracia, ha sido mirada con amor por Dios, ¿qué puede temer? Nada, todo va a salir bien. Ella confía feliz al ver que la vida no es como Ella pensaba sino mucho mejor. Dios la ha llamado a cuidar a su Hijo y Ella descansa regocijándose en esa promesa y feliz con esa esperanza. No puede contenerse y sale de Nazaret hacia Ein Karem. María es portadora de alegría porque ella misma es feliz: «Feliz tú que has creído». Le dice Isabel. Asombrada y llena del amor de Dios que ella lleva dentro. Ojalá yo pudiera llevar esa alegría a los que están conmigo. A los que viven en mi casa. A los que trabajan a mi lado. Una alegría serena y honda, verdadera. Una alegría que no se vea turbada por envidias y celos. Una alegría sana que no muera, que no desaparezca nunca. Me gusta la alegría de María que deseo vivir cada mañana. Hace de cada día un motivo para sonreír.

Me gusta pensar que el Reino de Dios es un banquete, una fiesta. Cuando mi imagen de Dios es positiva y lo veo como un Padre misericordioso que me espera feliz para hacerme una fiesta todo cambia. Veo la posibilidad de vivir con Dios como el mayor de los tesoros. Hoy escucho: «Hará el Señor a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos: manjares de tuétanos, vinos depurados. Enjugará el Señor las lágrimas de todos los rostros, y quitará el oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra, porque el Señor ha hablado». Y en el salmo recuerdo con alegría que Dios es mi pastor: «Dios es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me apacienta. Hacia las aguas de reposo me conduce, y conforta mi alma; me guía por senderos de justicia, en gracia de su nombre. Aunque pase por valle tenebroso, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado, ellos me sosiegan. Tú preparas ante mí una mesa frente a mis adversarios; unges con óleo mi cabeza, rebosante está mi copa. Sí, dicha y gracia me acompañarán todos los días de mi vida; mi morada será la casa del Señor a lo largo de los días». Un pasto verde en el que descansar. Un monte en el que encontrar refugio y paz. El Reino de Dios como ese lugar santo en el que descanso. Allí nada se opone a mi felicidad: «El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo». Un banquete de bodas. Una fiesta por todo lo alto. Me gustan las fiestas. Alegrarme por lo que tengo, por el presente que vivo. Para poder vivirlo así necesito conocer a ese Dios lleno de misericordia que me mira y me sostiene. Ese Dios que me recuerda que estoy llamado a dar la vida y a vivir feliz a su lado. Me gustan esas imágenes. Un Dios que enjuga las lágrimas de mis ojos. ¡Cuántas veces he llorado por pérdidas, por ausencias, por renuncias, por dolores! Necesito que Dios seque mis lágrimas y me haga sonreír. Ante Dios puedo llorar desconsoladamente. No es indiferente a mi dolor. A veces el dolor de las personas cercanas me resulta difícil de tolerar. Veo sus lágrimas y le digo: No llores, cálmate, no estés triste. Como si con esas órdenes lograra cambiar de un plumazo su estado de ánimo. Me equivoco. Esa persona que llora delante de mí sólo necesita que yo no me aleje. Quiere que seque sus lágrimas sin impedir que siga llorando. Llorar desatasca el alma llena de emociones no digeridas. Hace bien llorar y sacar lo que llevo dentro. Dios me deja llorar en un abrazo eterno. Quiere que sepa que a su lado puedo estar triste y no es obligatorio estar siempre alegre. Me recuerda algo que leía hace poco: «Si sabes que alguien está mal, interésate, pues es más difícil acompañar a un triste que a un alegre y por ello valoramos más a los que nos consuelan que a los que solo nos buscan para divertirse»[2]. Es difícil acompañar al triste sin querer que sonría. Dejo que llore conmigo, lo acompaño. Y así él siente que puede vivir el duelo de las pérdidas, sin prisa, a su ritmo pausado, lento. Me gusta ese Dios que simplemente me abraza sin exigirme nada más, sin pretender mi cambio inmediato. Me hace una fiesta cuando no lo merezco, porque nunca es suficiente mi amor para merecer algo a cambio. No me paga por el bien que he hecho, su entrega a mí no es la retribución por lo que yo he logrado. Tengo que reconocer que el amor que recibo siempre es inmerecido. También el amor humano de mi cónyuge, de mis padres, de mis hermanos, de mis amigos. Nadie me debe nada por mucho que yo los haya amado. No lo hice para que estuvieran en deuda conmigo. Sé que su mirada llena de bondad siempre es gratuita. Igual que esa mirada de Dios, igual que mi propia mirada cuando amo. Eso me alegra porque sé que no tengo que demostrarle a Dios que lo quiero, que le obedezco, que cumplo todas sus normas. Él sólo me mira y quiere saber si lo amo yo a Él. No es un examen, es la expresión de su deseo. ¿Me amas? Me dice. Mientras yo lloro en sus brazos, Él me lo pregunta. Sufro porque la vida siempre es incompleta y algo duele, sufro por cosas pequeñas que no soy capaz de llevar con alegría. Le digo que sí, que, torpemente y de forma limitada, lo amo con locura. Y Él entonces me habla de un banquete, de una fiesta. Dios me recuerda que estar a su lado siempre es un motivo de alegría. ¿Por qué? Le pregunto, no merezco una fiesta. Es mi regalo, me susurra, y los regalos nunca se merecen. Me quedo en silencio mirando a sus ojos llenos de bondad. Siento que ya nada me falta. Estando con Él me siento en casa. También en mi vida hay personas que hacen de mi camino una fiesta continua. Encuentran siempre motivos para hacerme reír y  celebrar. Siempre hay una buena oportunidad para alzar la mirada al cielo agradecidos y brindar al sol. Me gusta esa forma de mirar la vida. Conozco a muchas personas con corazón de fiesta. Saben que hay dolores a su alrededor y no hay que ocultarlos. Hay que llorar, es sano. Saben que hay sufrimientos que no se pueden eliminar, sólo se pueden aceptar. Es algo inherente al corazón humano que está herido. Aun así siempre es un buen momento para alabar a Dios, para cantar, para reír. Siempre es posible acoger a mi hermano con alegría y hacerle una fiesta que no merece.

Dios me respeta, no me fuerza, no me obliga ni siquiera a ir a un banquete, a una fiesta. Hoy Jesús me lo cuenta con una parábola: «Envió sus siervos a llamar a los invitados a la boda, pero no quisieron venir. Envió todavía otros siervos, con este encargo: Decid a los invitados: - Mirad, mi banquete está preparado, se han matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a punto; venid a la boda. Pero ellos, sin hacer caso, se fueron el uno a su campo, el otro a su negocio; y los demás agarraron a los siervos, los escarnecieron y los mataron». Cada uno tenía una excusa válida para no presentarse en el banquete. A mí me pasa lo mismo. Siempre tengo buenas razones. Me voy al campo, a mi negocio, o me molesta que me insista y reacciono con rabia, con violencia porque no quiero cambiar mis planes. Soy bastante planificado y rígido. Lo tengo todo pensado. Así no funcionan las cosas. Hago demasiados planes y lleno o me llenan la agenda de actividades. No puedo faltar, no puedo no estar. Al final siempre estaré ausente en momentos importantes. Hay una expresión americana que tiene que ver con ese miedo a perderme cosas importantes. FOMO. Miedo a no estar en el momento preciso, en el instante que cuenta. En esa reunión en la que se deciden cosas que valen la pena. O simplemente no estar allí donde se juega mi futuro. Con las personas que yo quiero compartir. Y falto porque yo lo elijo, o alguien no me invita, o no puedo remediarlo. Una urgencia o una necesidad mayor me apartan de ese lugar. ¿Cómo puedo saber que es importante estar allí y no en otro lugar? No es tan sencillo. En mi agenda no entran los imprevistos. Jesús me dice que en la parábola que el dueño invita a personas elegidas. Ha pensado en ellos, los quiere en su fiesta. Jesús me dice que me está invitando a una fiesta. Y yo pienso que estar en la Iglesia es todo menos una fiesta. Es aburrido, duro y exigente. Es un lugar con personas que no me gustan. Esas exigencias no me hablan de un banquete. Nada más lejos de la realidad. La Iglesia no es fiesta, es más bien un conjunto de normas y obligaciones. Donde se premia a los buenos y se castiga a los malos. Entonces no es posible estar sin vivirlo como una carga. Las actividades a las que me llama el Señor me parecen duras. Es muy difícil sentir que pertenezco a la fiesta de Jesús cuando sólo me preocupa no faltar el domingo a misa. Si sólo la misa es el compromiso que tengo con Dios, ¿cómo hago que me motive? No es fácil. Ni siquiera una buena homilía merecerá la pena en un domingo, día de descanso. Si la misa del domingo no es la expresión de lo que vivo durante toda la semana la misa no será una fiesta. ¿Qué estoy celebrando? Nada, un montón de lecturas y frases elevadas que no tocan mi corazón. Si no hay un vínculo con el dueño del banqueta, ¿por qué querré pasar unas horas festejando con un desconocido? Sin amor no hay deseo de festejar. ¿Qué estoy realmente festejando en cada misa? Que Jesús me ama tanto que quiere compartir su cuerpo conmigo cada día. Me ha llamado por mi nombre. Me ha ido a buscar por los caminos cuando me alejaba. Si la misa no es una acción de gracias por el amor de Dios que vivo continuamente, será todo menos una fiesta. Sin un encuentro personal con Jesús no puede hoy el hombre pertenecer a la Iglesia. Se trata de un club selecto que me ofrece pocos beneficios. Prefiero otro club que me dé al menos un estatus, unos amigos, un reconocimiento. Ser cristiano hoy no me da reconocimiento, todo lo contrario. Ir al banqueta más que un lujo deseado es una carga difícil de vivir. Por eso no quiero ir, aunque pretendan venderme que se trata de un banquete por todo lo alto. Sentiré que en esa Iglesia a la que no amo no se hacen las cosas bien. No todos son tan buenos como me exigen ser a mí. Y sus incoherencias me duelen tanto que me hacen dudar. Si ellos se dicen buenos y no lo son, ¿qué queda para mí que no soy bueno? No me siento digno en ocasiones. No vivo la pertenencia a Jesús porque no lo amo. Si me dijeran de ir a una fiesta con la persona a quien amo no lo dudaría. Junto a ella no me importa estar en cualquier sitio. Disfruto la vida a su lado y eso basta para ser feliz. Si me dicen de ir a los sitios más maravillosos con alguien difícil a quien no amo y más bien detesto, ¿qué sentiré? Me dolerá el alma sólo de pensarlo y no querré ir, me inventaré mil excusas para evadir el compromiso. No me importará que la fiesta sea fantástica. La compañía es la que hace que un lugar sea el paraíso o el infierno. Entonces mis excusas tienen sentido. No quiero ir a la fiesta. No quiero participar en el banquete. ¿No me pasa a mí algo parecido a veces con las cosas de Dios? Siento el peso más que la alegría. No lo disfruto, no agradezco por poder estar en ese lugar que es el más importante en mi vida en ese momento. El banquete me muestra el cielo en la tierra. Así como una eucaristía es la presencia del paraíso en mi manos frágiles. No puedo mejorar la realidad si no creo que ese banquete forma parte del reino de Dios en la tierra. Hoy quiero cuidar mi relación con el rey que organiza el banquete. Quiero decirle que sí iré.

El dueño del banquete se enoja y manda llamar a nuevos comensales: «La boda está preparada, pero los invitados no eran dignos. Id, pues, a los cruces de los caminos y, a cuantos encontréis, invitadlos a la boda. Los siervos salieron a los caminos, reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala de bodas se llenó de comensales». Invita a todos, buenos y malos, pobres y ricos. Invita a los que no estaban invitados. A los que nadie había considerado. Me impresiona que el rey mande a buscar a todos sin importarle de dónde vengan o quiénes sean. Abre la mano para que se llene el banquete. Acepta a cualquiera. A menudo soy yo el que pongo restricciones. Hace poco el Papa Francisco decía que todos tienen derecho a entrar en la Iglesia. Lo decía acentuando la misericordia como actitud en la vida. Cualquiera puede participar del gozo de Jesús que viene a salvarme. Ese todos a veces me incomoda. ¿Cómo es posible que cualquiera pueda entrar en un banquete de bodas? ¿Y si no cambia? Siento que no cuentan los méritos ni el esfuerzo. Yo sé que en la vida espiritual cuenta el esfuerzo, la entrega, la generosidad. Una persona santa es la que hace en su vida la voluntad de Dios. Y esa voluntad muchas veces duele en forma de renuncia, de sacrificio, de entrega. Es más fácil vivir sin dar nada. Más cómodo no responder a las exigencias de mi hermano que me necesita. Más cómodo andar pensando en mi comodidad, en mi vida plácida sin hacer nada. Pertenecer a Cristo implica hacer cambios en mi vida, vivir renuncias y tomar opciones que me exigen darlo todo y no guardarme nada. Hoy escucho: «Hicisteis bien en compartir mi tribulación. Y mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su riqueza, en Cristo Jesús. Y a Dios, nuestro Padre, la gloria por los siglos de los siglos». Yo acepto las cosas como son y a cambio Dios me regala todo, me provee lo que necesito, no tengo que vivir angustiado y con miedo a no tener porque Dios no me va a dejar solo nunca, no se va a desentender de mi vida. Me cuida en el presente para darme un futuro lleno de esperanza. Ha pensado en mí y me invita. Quiere que viva feliz en su presencia. Y esa felicidad se plasma en cambios en mi vida. Porque cuando me sé amado como soy, en mi verdad, en mi originalidad, soy capaz de dar grandes pasos en mi crecimiento. Avanzo y mejoro en aquellos aspectos en los que antes me sentía pobre y desvalido. Así comienza el banquete que describe la parábola. Y entonces llega lo más sorprendente, hay alguien que no tiene la ropa adecuado: «Entró el rey a ver a los comensales, y al notar que había allí uno que no tenía traje de boda, le dice: - Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda? Él se quedó callado. Entonces el rey dijo a los sirvientes: - Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Porque muchos son llamados, mas pocos escogidos». Muchos son los llamados y pocos los escogidos. Muchos pueden ir a la boda, pero hace falta una actitud especial. En el Cercano Oriente, a una persona que quería entrar en la presencia del rey, se le exigía que usará una vestimenta que le era enviada previamente por el monarca. Siguiendo esta línea, es probable que el rey estuviera esperando a cada convidado con las vestiduras correspondientes. Era la fiesta del rey. No es como yo quiera vestirme, es como al Rey le parece bien que vaya vestido. El silencio implica que el invitado no puede cambiar de actitud interior. No hay arrepentimiento. ¿De qué vestido me está hablando? Se trata de revestirme de Cristo. Es la vestidura que espera de mí. Que en mí dominen sus sentimientos, su verdad, su vida. En Col 3,12-15 escucho: «Revestíos como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os ha perdonado, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor que es vínculo de la perfección y sed agradecidos». Quiero revestirme del amor de Dios para entrar en su presencia. Cuando un niño es bautizado recibe una vestidura blanca como expresión de su pertenencia a Dios. En el Jordán, al renovar el bautismo, le digo que sí a Jesús en mi vida y me revisto de blanco bajo el agua del Jordán que me renueva en mi amor. Revestirse es algo que depende de mí. Los frutos, o que siempre esté limpia mi vestidura, supera mis fuerzas. El amor de Dios sigue cambiándome por dentro. Necesito su amor, su bondad, su misericordia. Necesito revestirme de sus virtudes, de su actitud fundamental de vida. Quiero decirle que sí para que Él se vea en mis gestos, en mis palabras. Que esté lleno de Él para que sólo de Él hablen mis labios. Esa es la vestidura de la que me habla hoy Jesús. Quiere que me revista de su amor y reine así su presencia en mi vida. Quiero participar en esa fiesta. No juzgo a nadie, tampoco su aspecto, ni su vestimenta. Cada uno tiene su camino y sabrá cómo relacionarse con Jesús cuando llegue el momento. Para revestirme de blanco no tengo que hacerlo todo bien. Simplemente tengo que hablar, no enmudecer, y pedir perdón, suplicar misericordia, desear cambiar y ser mejor. Enmudecer es la actitud del que no quiere cambiar, del que se ha acomodado y no aspira a crecer.



[1] Papa Francisco, Vigilia jóvenes JMJ 2023

[2] Rafael Tarradas Bultó, El valle de los arcángeles

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