Homilía del padre Carlos Padilla - 8 de octubre

Domingo 8 de octubre de 2023 | Carlos Padilla

Domingo XXVII Tiempo Ordinario

Isaías 5, 1-7; Filipenses 4, 6-9; Mateo 21, 33-43

«Plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos»

8 octubre 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Dios puede calmar la violencia que me habita. Sanar las heridas que tengo. Cerrar las grietas abiertas en mi interior. Contener el agua. Levantar un muro para darme seguridad»

Seré feliz cuando mi mirada sea pura. Seré bienaventurado y podré ver a Dios en todas las personas que me rodean. Seré más feliz cuando mire sin juzgar a nadie, sin condenar, sin compararme. ¿Cómo logran los niños mirar con una mirada pura? Tienen la inocencia grabada en el alma. Miran a los demás y ven sólo su belleza, sus buenas intenciones, sus actitudes positivas. No juzgan, no critican porque lo que ven en los demás les parece bueno, precioso, santo. Si tuviera una mirada pura sería más feliz, pasaría por encima de toda la suciedad que me rodea, no me dejaría llevar por las opiniones de los demás. Un corazón puro es un corazón limpio. Dicen que el monje hace de la taberna su celda. Y el borracho de su cuarto una taberna. La pureza del alma tiene que ver con el orden interior, con su armonía. Cuando todo descansa en Dios y mis límites no son una razón para estar amargado, todo está en paz. El corazón puro es un corazón alegre. Que mira a los demás sin condenarlos y los ama sin pretender retenerlos. Porque como dice una canción de Jorge Drexler: «Uno sólo conserva lo que no amarra». La mirada pura me permite ver a Dios en quien me odia, en el que me hace el mal y no tiene paz en su alma. El corazón puro está lleno siempre de alegría. La pureza despierta el gozo y me hace feliz. La mirada impura se detiene en el pecado, se regodea en el fango y no sale de las cosas que amargan y entristecen. Un corazón puro ve siempre el bien de las cosas que se hacen. No vive destacando lo que se podía haber hecho mejor, lo que está mal hecho. Me gustaría tener una mirada limpia que sea capaz de destacar lo bueno y salvar al que está caído. La pureza es un don de Dios. No es esa pureza que está sometida por la voluntad. Sino esa otra pureza que es un don que Dios me regala. Santa Bernardita en Lourdes supo ver el agua pura detrás del charco de agua sucia donde la Virgen le pidió que bebiera. Ella creyó obedeciendo. O porque creyó obedeció. Se hizo el hazmerreír de los que la veían y gracias a su fe se abrió en Lourdes un surtidor de agua que no se acaba nunca. Me comentaba un día una persona hablando de alguien a quien admiraba por su vida interior: «Al poner los ojos en él, es como si se desviaran automáticamente hacia las alturas, hacia Dios». Hay personas que por su forma de mirar, de hablar, de amar, de actuar, reflejan la pureza de Dios y me recuerdan a María. Tienen el corazón un poco más cerca del cielo. Y su vida tiene algo del paraíso. Me gustaría mirar así a los demás, contemplar sus vidas. María me educa el corazón para que sea como el suyo. Logra que vea las cosas buenas y destaque lo que merece la pena. Me gusta pensar que puedo dejar atrás el barro y lograr que el agua de la fuente sea cristalina. Me da esperanza esa mirada que anhelo para mí. El corazón impuro se fija en lo que le falta, en lo que se merece, en lo que los demás hacen, en lo que le correspondería en justicia. El corazón impuro se detiene obsesivamente en el pecado de su hermano y no logra ver más allá. Atrapado en el fango no avanza, no perdona, no olvida porque guarda rencor. Me empeño en ocasiones en lograr una pureza sometida a la voluntad. Para no caer en lo impuro, para que no me manche la impureza que puede brotar del corazón. Es una gracia lo que le pido a Dios. Si Él lograra que pudiera nacer de nuevo con un corazón nuevo, más inocente, más ingenuo. Creo que el paso de los años en lugar de más maduro me ha dejado herido. Y esa herida me ha vuelto desconfiado. Y esa desconfianza ha acabado con la pureza de la mirada. El rencor hace que se enturbie todo. Siento que la pureza es el camino más rápido al cielo. Los de mirada pura acercan el paraíso a la tierra. Así yo, que no miro de esa forma, puedo tener más cerca a Dios. Me gustaría conservar siempre la mirada pura. Mantenerme ingenuo, inocente, limpio. Le pido a Dios que me quite los rencores y egoísmos. Que saque de mi alma ese desorden, que mi pecado y los dolores sufridos, han dejado en la piel de mi alma. Siento que no soy capaz de mirar las cosas como las mira Dios. Eso es lo que más deseo. Si miro con pureza a los demás me alegraré al ver cómo son. Valoraré sus donde y no me detendré tanto en sus defectos. Pasaré por alto sus fragilidades y no haré escarnio de todo lo que no me gusta en ellos. Sentiré que la vida es mejor vista con esos ojos nuevos. La luz brilla más y las sombras del mal tiene menos fuerza.

El otro día un profesor les decía a sus alumnos que no importaba tanto el peso de un vaso con agua. El peso del vaso no es tan importante. No es mucho, cualquiera puede sostenerlo. Lo complicado es sujetar ese vaso durante un largo tiempo. Al cabo de una hora el brazo empieza a sentir el peso del vaso. Si lo mantengo muchas horas el brazo se acabará entumeciendo y no podré aguantar más por el dolor. Es lo que me sucede a mí tantas veces en la vida. Un problema pequeño no pesa tanto, una situación difícil no me abruma, la puedo sobrellevar. Una inquietud no me quita la paz, es sólo una. El problema es cuando durante mucho tiempo guardo en el alma todas las preocupaciones, miedos, inquietudes y tensiones que voy acumulando. El peso de cada una por separado no es tanto. El problema es que se acumulan y que además me preocupan durante mucho tiempo. El tiempo aumenta el peso de todo lo que cargo. Y las fuerzas comienzan a flaquear. Entonces el stress me hace daño. Y siento que las fuerzas me abandonan. ¿Qué puedo hacer en esos momentos? Pretendo sujetar todos los palos, para que no se caiga nada de lo que sostengo en equilibrio. Tengo el deber ser metido en el alma y me exige no fallar nunca, dar la talla siempre y estar a la altura. Me gustaría tener un corazón más libre, más liviano. Lograr que las cosas no me hagan tanto daño. Si pudiera conseguir que pesaran menos. Tal vez puedo dejarlas a un lado y que así la carga no siempre descanse sobre mis hombros. Puedo reírme más de la vida, de mí mismo y no tomármelo todo tan en serio. A veces parece que estoy decidiendo el destino del mundo y que todo depende de mí, de mi perfección, de mi capacidad, de mi creatividad. En ocasiones siento que no creo tanto en el poder de Dios. Como si me fuera a fallar siempre, como si no estuviera y todo se jugara en mi fuerza sujetando ese vaso que contiene todo lo que me preocupa, me inquieta y me asusta. No puedo, no lo lograré aunque ponga todo de mi parte. Sé que la vida es complicada y yo no tengo capacidad para estar siempre a la altura de las circunstancias. Mantenerme firme sujetando un vaso, toda una vida. ¿Cómo se sueltan los problemas? Relajándome. No todo depende de mí. Me falta fe. Quiero creer más en ese Dios que sujeta mi vida, sostiene mis pasos, está al principio y al final de mi camino. Confianza es la palabra clave. Me cuesta tanto confiar y creer. Esa confianza es algo que hoy no abunda. Como leía el otro día: «Una considerable desconfianza entre los jóvenes en cuanto a la posibilidad de mantener una relación permanente y estable, ya que temen carecer de la capacidad para soportar la tensión y la carga que implica, o simplemente no tienen ese deseo porque supondría renunciar a la libertad requerida»[1]. Está claro que el problema no es ahora, en este instante. Un momento es algo posible. Lo puedo soportar. Pero luego, pensar en el futuro es mucho más complicado. ¿Cuánto tiempo aguantará mi brazo sujetando el vaso? Desaparece la confianza en mí, en el mundo, en los demás. Dejo de confiar en un Dios que me dará la fuerza, la paz, la inteligencia y la sabiduría para enfrentar todos los problemas de la vida. Confianza en Dios, en la vida, en mí mismo. Y también ilusión. Como leía el otro día: «Nada envejece más que la pérdida de ilusión, por eso es importante buscarla, porque no siempre viene a ti regalada. Todos tenemos algo que nos motiva, aunque no lo sepamos. Los que encuentran muchas cosas motivantes son más felices y, al pedirle más a su cuerpo, muchas veces también están más sanos. Necesitamos ilusiones que nos hagan reaccionar, que nos empujen a vivir»[2]. Llevar los problemas y las tensiones con alegría y con paz es posible cuando tengo una motivación para seguir luchando, cuando mi espíritu está alegre y firme porque se ancla en el cielo. Hay una meta más allá de mis límites. Hay un horizonte abierto más allá de mi momento presente, ahora cuando digo que sí o que no a la realidad como es. La ilusión me hace creer que todo puede mejorar. Y que el esfuerzo de ahora no es nada. El amor que vivo y recibo hacen que todo sea más llevadero, más sencillo. Amar y ser amado me despiertan una ilusión muy grande en el corazón. Cuando me siento amado como soy, me siento capaz de cargar con cualquier problema y preocupación. Cuando amo y me corresponden. Cuando un abrazo calma mis ansias. Cuando un te quiero sostiene mi vida. En esos momentos dejo de temblar y confío. Hay alguien detrás de mi vida sosteniendo mi debilidad. Es la certeza de que Dios es el único responsable de todo. Pasarán las tormentas y las desgracias. Sucumbirán los reinos y las potestades humanas. Dios permanece en la vida del hombre, en mi propia vida. En Tierra Santa uno ve cómo se han ido construyendo y destruyendo templos en los lugares santos. Diferentes religiones y ritos. Todos buscando dar gloria a Dios pero dejándose llevar en muchos momentos por el odio. Grandes basílicas destruidas y luego de nuevo levantadas. No todo está en mis manos. No controlo nada más que la piedra del edificio que estoy construyendo. Todo podrá desaparecer después. Yo construyo hoy con la fuerza de Dios. Con esa fe y esa confianza basta para caminar con la carga que hoy siento en mi espalda. Confío.

¡Cuántas veces he escuchado la misma disculpa: yo soy así, perdóname, siempre he sido así! Como si ser así desde hace mucho tiempo justificara mis actitudes de ahora, mis miedos, mis inseguridades, mis ofensas y mis palabras. Algo así como si la genética, la herencia familiar y lo adquirido a través del tiempo hicieran más aceptable y justificaran mi comportamiento. Me da miedo ser así, de esa manera que sólo yo sé. Me asusto al verme a mí mismo como soy en el reflejo del espejo. Soy así, nací de esa manera, me formaron con ciertas costumbres, me hirieron, no me amaron como esperaba, fui despreciado, abandonado, injuriado. Y en esa búsqueda de mí mismo me perdí. Te miro turbado después de haberte herido. Compungido y arrepentido. Soy así, te lo digo. No basta con ser así. No basta con estar herido de antes para tener que herir. Nada justifica el odio, la agresión, ni el desprecio. Puedo comprenderte mejor cuando me lo explicas y me hablas de tu historia. Pero no me basta. No puedo aceptar que me hieras sólo porque tú fuiste herido. Soy así, te digo, hay otros más culpables que yo, antes que yo. ¿Podré cambiarlo? Haber sido siempre así no significa que tenga que repetir los mismos patrones en una cadena interminable. ¿De dónde viene el odio que aflora en mi alma en ciertos momentos? Hay razones, justificaciones. Como el barro formado por la lluvia caída con fuerza sobre la tierra. De aquellas lluvias, estos lodos. De aquellas tormentas, estas heridas. No pretendo olvidarme de mi pasado porque he recorrido un largo camino de la mano de Dios. Me miro al espejo y reconozco al que he sido, al que soy y tenuemente atisbo a ver un leve brote que me habla de todo lo que puedo llegar a ser. Una esperanza dormida entre los pliegues de mis miedos. Escondida, aguardando. Sí, puedo ser mejor, puedo cambiar. Puedo contener con diques la rabia del alma. O puedo ir logrando que la rabia sea menos, perdonando. Dejando a un lado el dolor que alguien me ha causado. Sin querer, o pretendiéndolo. Y no importa. La inocencia de mi niñez yace quebrada. La rabia llega al borde de mis labios. ¿Podré contener las aguas? Si dejara de agitarse mi mar interior. Si se apaciguara el viento que levanta mi ira. Si alguien con su mano pudiera calmar mis miedos como Jesús calmaba las tormentas. Una mano basta, una mirada, una palabra. No, eso no lo permito. Recapacito. No puedo permitir la violencia, la agresión, la voz que se eleva, los gestos llenos de furia. No los tolero, no los permito. No me basta con que siempre hayas sido así. No me hables de la herencia, de la genética. Dios puede cambiarte, cambiarme. Puede sembrar la paz en tu alma iracunda. Puede contener tus miedos en un abrazo cálido, con esa ternura que sólo Dios posee. Cuando grito, tú callas. Cuando me levanto, tú me calmas. Llevo en mi interior el deseo de no justificar nada. Quiero ser un pacificador en medio de tantas guerras. Hoy me dice el apóstol: «Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y en la súplica, con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que supera todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. Y el Dios de la paz estará con vosotros». Quiero que su paz custodie mi alma. Dios puede pacificar, calmar mis furias. Puede hacerlo. No quiero que nada me preocupe. No quiero agobiarme al pensar en todo lo que me rodea. La inseguridad, el odio, el desprecio, la indiferencia. Me calmo en sus manos. Tener paz es lo que deseo. Asumir que mi vida está en las manos de Dios. Sólo Él puede calmar la violencia que me habita. Puede sanar las heridas que tengo. Cerrar las grietas que se han abierto en mi interior. Puede contener el agua de mi interior. Puede levantar un muro para darme seguridad y paz. ¿Cómo crece la paz y disminuye la violencia? Perdonando, aceptando, mirando con misericordia mi vida y la de los demás. Renunciando a mis derechos. Besando la realidad que me toca vivir. Son actitudes que ayudan a que se calmen las aguas. Porque la furia comienza cuando me siento tratado de forma injusta. Cuando las contrariedades que enfrento me abruman y no tolero que se me lleve la contraria. Hay personas que me dan paz y hay otras que me alteran. Hay personas que me ayudan a aceptar la vida como es y otras me ponen siempre en tensión haciéndome ver que el mundo es injusto conmigo. Llevo pensamientos grabados en mi corazón que me hacen daño. «Siempre tienes que sufrirlo tú. Nunca te valoran todo lo que haces. Esos que tienen mejores oportunidades no son mejores que tú. Esto que ese tiene a ti te corresponde. Nadie tiene derecho a herirte, a hacerte daño, a no tomarte en cuenta». Son pensamientos que me llenan de rabia y me hacen rebelarme contra la injusticia. El perdón me sana por dentro. El perdón hacia aquellos que me han herido. El perdón hacia mí mismo por lo que no he podido lograr. Quiero eliminar de mi corazón los pensamientos dañinos. La vida es injusta. No siempre recibo lo que merezco. No tengo derecho a nada de lo que poseo. Hay personas mejores que yo. Quiero la paz para vivir la vida que tengo. Acepto las renuncias. Reconozco que todo lo bueno que he vivido en mi camino es un don de Dios.

Me gusta la imagen de la viña de Dios. Es el lugar sagrado que Dios habita. Es el mundo, es mi vida, soy yo, es mi alma. Dios me mira tal como soy y se conmueve al ver la belleza que hay en mí. El poeta Tagore escribió: «Hasta los charcos más turbios, cuando se aquietan pueden reflejar una noche estrellada». Cuando miro en mi interior veo un charco, el barro, el lodo, el agua sucia. Luego, cuando me sereno, cuando dejo de agredirme, porque la autocompasión nunca es una ayuda, descubro que sobre la turbia superficie de mi alma se reflejan las estrellas. No están dentro, siguen en el cielo, pero mi agua sucia las refleja. Impresionante. Por eso les decía el Papa Francisco en Lisboa a los jóvenes, durante la JMJ 2023: «Sustituyan los miedos por los sueños, ¡no sean administradores de miedos, sino emprendedores de sueños!». El miedo me paraliza. El miedo al ver cómo soy, al comprobar mi pobreza, al ver la tragedia en la que me sumerjo cuando no logro avanzar y recomponer mi vida. La desdicha me invade al ver mi debilidad caer una y otra vez ante la tentación. Me duele tanto mi fragilidad ante el mundo que me seduce. Tengo miedo de caer una y otra vez y no levantarme. ¿Cómo me mira Dios? No acabo de verlo claro. ¿Verá las estrellas reflejadas en el charco de mi alma? ¿Verá la luz en medio de la oscuridad en la que habito? Bendito mundo interior que me hace sentir cosas que me veía incapaz de imaginar. Los sueños, no los miedos. Las alturas, no el abismo en el que caigo una y otra vez. Hoy escucho la decepción del dueño de la viña: «Voy a cantar a mi amigo el canto de mi amado por su viña. Mi amigo tenía una viña en un fértil collado. La entrecavó, quitó las piedras y plantó buenas cepas; construyó en medio una torre y cavó un lagar. Esperaba que diese uvas, pero dio agrazones. Ahora, habitantes de Jerusalén, hombres de Judá, por favor, sed jueces entre mí y mi viña. ¿Qué más podía hacer yo por mi viña que no hubiera hecho? ¿Por qué, cuando yo esperaba que diera uvas, dio agrazones?». El dueño cuidó la viña con cariño. Hizo todo lo posible para que de la tierra brotara la vida. No consiguió nada. Y parece que el dueño actuó con dureza: «Pues os hago saber lo que haré con mi viña: quitar su valla y que sirva de leña, derruir su tapia y que sea pisoteada. La convertiré en un erial: no la podarán ni la escardarán, allí crecerán zarzas y cardos, prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella». El pueblo de Israel es la viña: «La viña del Señor del universo es la casa de Israel y los hombres de Judá su plantel preferido. Esperaba de ellos derecho, y ahí tenéis: sangre derramada; esperaba justicia, y ahí tenéis: lamentos». Dios había puesto su confianza en el pueblo escogido. Pero no escuchó. No fue fiel en las cosas pequeñas, en las promesas hechas ante Dios. El pueblo de Israel se prostituyó, se alejó de su Dios. y entonces Dios decide abrir sus puertas, romper sus seguros, desmantelar lo que había construido para favorecer la viña y la deja expuesta a las aves de rapiña, a los animales salvaje. Se convierte en un erial, en un desierto, ya no es un vergel en el que pueda crecer todo lo que es sembrado y plantado. Hoy Jesús utiliza esa misma imagen de la viña conocida por los que escuchaban. Ellos seguramente conocían las palabras de Isaías: «Escuchad otra parábola: - Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos». Dios cuidó su viña. Jesús cuidó la viña, la vida de todos aquellos a los que amaba. No bastó para que diera su fruto. Jesús me cuida, cuida mi alma, ¿es suficiente para que sea feliz y dé algún fruto? Cuidar no es sinónimo de lograr el éxito deseado. No por dedicarle tiempo a algo importante en mi vida voy a obtener lo que deseo. Dios me ha cuidado a mí y yo sigo sin dar ningún fruto, sigo siendo infecundo. Me gustaría poder estar a la altura y no lo consigo. Yo mismo soy esa viña que no da el fruto esperado. ¡Cuánto me ha cuidado Dios en mi vida! Me ha buscado, me ha esperado, ha caminado a mi lado aguardando mi respuesta. El cuidado de Dios lo he visto muchas veces. Sé que muchos no se han sentido cuidados por Dios, no han visto su mano. Yo sí la he visto, acompañándome en silencio, cuidando de mí cuando yo me he descuidado, aguardando junto al charco de agua sucia que brota en mi alma esperando ver reflejadas las estrellas. No me quiero quedar en los miedos. Dios me cuida para que puedan crecer plantas en mi alma. Me cuida para que pueda dejarme habitar por Él. ¿Qué me falta para tener paz en el corazón? ¿Dónde siento que necesito su mano sanadora en mi interior? Siento que necesito que Dios no se olvide de mí, aunque yo lo olvide y me aleje, aunque sea infiel tantas veces. Por eso repito las palabras del salmo haciéndolas mías: «Sacaste una vid de Egipto, expulsaste a los gentiles, y la trasplantaste. Extendió sus sarmientos hasta el mar, y sus brotes hasta el Gran Río. ¿Por qué has derribado su cerca para que la saqueen los viandantes, la pisoteen los jabalíes y se la coman las alimañas? Dios del universo, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña. Cuida la cepa que tu diestra plantó. y al hijo del hombre que tú has fortalecido. No nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu nombre. Señor, Dios del universo, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve». Quiero que el rostro de Dios brille sobre mí. Jesús puede hacerlo todo nuevo en mi interior. Puedo volver a desmalezar lo que está perdido, abandonado. Puede restaurar la muralla que protege. Puede cuidarlo, podarlo, regarlo. Puede ser paciente y esperar a que dé fruto.

Estoy convencido de lo maravillosa que es la paciencia de Dios, esa virtud que yo no tengo. Dios es paciente con sus hijos y espera siempre a la puerta de mi corazón. Me ve alejarme por caminos oscuros y permanece a mi lado caminando por rumbos perdidos. Me impresiona esa mirada de buen Pastor, de Padre, de amigo. Yo no soy tan paciente. Me cuesta creer en los cambios. Veo a las personas y no creo que puedan mejorar tanto como deseo. Yo mismo no sé mejorar, no lo logro, caigo una y otra vez en la misma actitud. Me falta paciencia para mirarme y pensar que puedo ser mejor. Las palabras del apóstol me invitan hoy a no desesperar, a no desistir: «Finalmente, hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta. Lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis, visteis en mí, ponedlo por obra». De mi corazón brota la impureza o la pureza, el amor o el odio, el perdón o el rencor, la violencia o la paz. ambos contendientes conviven en mi interior sin darme tregua. Yo deseo hacer lo que es noble, verdadero, justo, puro, amable. Quiero que lo que es bueno se haga fuerte en mi corazón. Hay dos ángeles que luchan en mi interior por hacerse con el control de mi alma, de mi voluntad, de mis deseos. Luchan con fuerza por vencer. Uno me susurra haciéndome creer que en las cosas finitas que toco con mis manos estará mi felicidad. El otro me dice que espere, que aguarde, que tenga paciencia. Que todo llegará al final del camino. Que sólo tengo que ser paciente y esperar, viviendo el presente, sin querer adelantar el futuro. En realidad quiero dar esos frutos buenos de los que me habla hoy Jesús: «Llegado el tiempo de los frutos, envió sus criados a los labradores para percibir los frutos que le correspondían». Dios ha puesto una tierra fértil en el interior de mi alma. Sabe que de mi corazón pueden salir frutos buenos. Si me esfuerzo, si me abro a la vida, si me dejo hacer por Dios. Él puede sacar algo bueno de mi alma mediocre. Puede obtener frutos de santidad de mi incapacidad de hacer el bien. Yo me revuelco en el barro y Jesús con paciencia me hace mirar al cielo. Me reclama los frutos. Y yo hago lo que hicieron los labradores de la parábola: «Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último, les mandó a su hijo diciéndose: - Tendrán respeto a mi hijo. Pero los labradores, al ver al hijo se dijeron: - Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia. Y agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?». Eso hicieron ellos. Eso hicieron los fariseos rechazando al hijo del hombre y no reconociendo que era el hijo de Dios. Eso hago yo cuando rechazo el bien en mi vida y me lleno de odio. No quiero darle a Dios sus frutos. Me niego a aceptar la vida como es. Alejo de mí a los que me hacen bien: «No habéis leído nunca en la Escritura: - La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos». No quiero que Dios aparte su mirada de mí. No quiero que se aleje dándome por imposible. No hay fecundidad en mi vida. No logro hacer que mi vida dé frutos buenos. Me miro con nostalgia pensando en aquel que podría llegar a ser. El fruto es de Dios, pero necesita mi mano, necesita mi voz, mis obras, mi entrega. No le basta con que yo me ponga a su disposición. Quiere que esté siempre dispuesto a caminar a su lado. ¿Cómo hago para dar frutos buenos? ¿Cómo logro que de mi corazón surja vida nueva? Quizás tengo que excavar la tierra para dejarla mullida. Hacer que en esa tierra endurecida entre el agua del amor de Dios. Quiero quitar las barreras que he construido para que no me hagan daño. Quiero cavar hondo para que de la profundidad de la tierra surja el agua. Es necesario que pode mis ramas para no vivir disperso en muchas cosas que me quitan la paz. Quiero que Dios me dé su abono para que la viña comience a dar fruto. Para ser agricultor es necesario tener mucha paciencia. El horticultor vive mirando el tiempo, esperando la lluvia y aguardando por el sol. Sabe que sólo el tiempo hará posible que surja el fruto. Yo soy esa viña que sólo Dios conoce bien. Él sabe cuál es la calidad de mi interior, de mi alma. Sabe de dónde vengo y adónde voy. Conoce mis miedos y ha sido testigo de mi debilidad. No se asombra ni se escandaliza al ver mi pecado. A mí sí me pasa cuando miro dentro de mí y constato lo lejos que estoy del ideal del que tanto hablo. Dios me quiere como soy. Acepta la viña que hay en mi corazón. No se asusta al verme tan pequeño y débil. Entiende que sólo si soy humilde Él podrá entrar a trabajar mi tierra con alegría. Necesito sentirme impotente. No le niego el fruto a Dios. No me importa que me lo pida cada mañana. Muchas veces le sonreiré con tristeza y le diré que no tengo nada que ofrecer. Él sabe que ha de ser paciente conmigo. Me sonríe y me abraza. Eso me basta para saber que voy por buen camino. No espera Dios ese fruto de perfección que no poseo. No me exige lo que no está en mis manos. Sólo quiere que me reconozca pecador y acepte mi realidad como es. Tan solo quiere eso. Que le entregue lo poco que tengo.

La viña hay que cuidarla. Espero a que Dios envíe el agua y haga salir el sol. Pero yo tengo que poner algo de mi parte para que en la tierra fecunda de mi alma, de mi viña crezca y pueda dar fruto. Tres actitudes para cuidar la viña. La primera, excavar la tierra. Que haya podido removerla y echar abono. Una tierra sin abono no es una tierra buena. Pienso en mi alma. Necesito hacer silencio en primer lugar. Es mi forma de trabajar con el azadón y lograr así que la tierra no esté apelmazada, dura y seca. El Espíritu Santo es el agua que logra que algo pueda echar raíces en mi interior. El problema es que vivo disperso preocupado de las redes sociales y de todo lo que sucede a mi alrededor. Pierdo el centro y dejo de mirar a Jesús en mi alma. El silencio es la herramienta que permite que el abono, el don de el Espíritu Santo, cambie el aspecto de mi alma. Me da miedo caer en la rutina, aburguesarme, volverme superficial. Vivo pendiente de las noticias, de las demandas que llegan de afuera y me siento muy débil. La tierra se vuelve estéril. Yo me vuelvo estéril para escuchar la palabra de Dios. No me despierta nada en el corazón. Dios habla siempre. El problema es que no lo escucho. Me habla en voces interiores que necesito distinguir. La voz de Dios calma mis ansias, me tranquiliza, alegra mi corazón. Esa palabra despierta mociones que me ayudan a crecer. Me gusta esa voz de Dios que susurra que dé pasos y avance. Siento paz en mi alma cuando la voz de Dios llega a mi interior. Estoy llamado a seguir los pasos del Señor. No quiero dudar, no quiero perder la paz. Lo segundo que tengo que hacer es desmalezar. Hay mucha maleza que no deja que las pequeñas plantas que ha plantado Dios sigan creciendo. Maleza que entorpece el paso de la luz del sol y crece a más velocidad que lo bueno que hay en mí. Siempre el mal es más fuerte. El stress con las preocupaciones me llena de agobio y me quita la felicidad. Vivo con ansiedad tratando de resolver todos los problemas que el mundo me presenta. Sé que mi cuerpo reacciona ante las amenazas para defenderme. Me pone alerta, sobre aviso, es lo que se conoce como la hormona que produce cortisol. Lo malo es cuando los agobios reales e imaginarios no hacen más que aumentar esta hormona en mi organismo y la ansiedad me quita la paz y la felicidad. En esos momentos es necesario buscar lugares y personas con las que pueda descansar. Necesito encontrar amigos que me quieran por lo que soy sin exigirme más de lo que puedo dar. Deseo un hogar en el que el abrazo me indique que estoy en un lugar seguro. Entonces la hormona de la oxitocina se hace más fuerte y disminuye el cortisol. De esa forma aumentan mis defensas y me encuentro más seguro, más pleno, más feliz. Cuando me estreso pierdo la paz y dejo de encontrarle sentido a todo lo que hago. La vida que hoy llevo me hace vivir en tensión, superando obstáculos, tratando de avanzar. Desmalezar y eliminar lo que sobra en mí es lo  que me ayuda. Necesito apartar de mí el rencor, el miedo, la angustia. No rehúyo los problemas, no puedo, están a la puerta. Pero sí quiero cambiar mi actitud para enfrentarlos. Puedo tomarlos con paz, con esperanza, con alegría. Enfrentar problemas y resolverlos me da fuerza para acometer los demás problemas y conflictos que se me presenten. Desmalezar es quitar lo malo de mí, la rabia, la envidia, la ira. Desmalezar es purificar mi corazón para que esté abierto a recibir el amor y la esperanza. El tercer paso que tengo que dar para cuidar mi viña es proteger las semillas buenas que caen en ella. Todo lo que alimenta mi tierra es bueno. Pienso en las cosas que veo, leo, escucho. Me detengo en las cosas que me alimentan, en las que me dan vida. Contemplo los desafíos positivos que están ante mí. Me quedo con todo lo bueno que me pasa. Quiero tener una actitud agradecida con la vida. Vivo el presente sin agobiarme por el futuro, sin pensar demasiado en el pasado. Dios es bueno y bueno es todo lo que Él hace. Leía el otro día: «Ama sin miedo, no juzgues sin saber, reflexiona antes de actuar, valórate y recuerda que tu vida es tuya, así que no dejes que nadie la dirija por ti. Que nadie tome las riendas de tu caballo, pues eres tú la que va subida a él»[3]. Así quiero cuidar mi viña. Con esas actitudes que me hacen ser mejor persona. Dios puede pasear por mi alma en paz y su presencia me llena el corazón.



[1] Estudio de Cornejo y Tapia, 2011

[2] Rafael Tarradas Bultó, El valle de los arcángeles

[3] Rafael Tarradas Bultó, El valle de los arcángeles

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